Relataba Esopo que, tras terribles sufrimientos, los montes terminaron por parir un ratón. Acaso haya llegado el momento de actualizar la fábula con ese sietemesino informe del Comité para la Reforma de las Administraciones Públicas (CORA) que fue presentado ayer, tras meses de vacuos entusiasmos, por la vicepresidenta del Gobierno y el ministro de Hacienda. A buen seguro, semejante tocho de varios centenares de páginas no pasará a la historia como un copernicano documento que vaya a revolucionar nuestra Administración. Aunque, a decir verdad y atendiendo a la percepción del Gobierno, tampoco debe haber motivo para que lo sea. Fijémonos, si no, con qué convicción reformista empieza el informe:
En los últimos 35 años, las Administraciones Públicas han dado un salto de gigante a la excelencia, representando en muchas materias, un modelo a imitar para otros países. Desde la dificultad en que se encuentra nuestro país, se puede afirmar sin reservas que España tiene una buena administración.
(…)
En consecuencia, analizando el nivel de ingresos y gastos públicos de nuestro país, se puede concluir que el sector público español es relativamente reducido en comparación con nuestros socios de la Unión Europea.
Bueno, bonito y barato. ¿Para qué cambiar nada sustancial más allá de los cuatro parches de rigor? Pues, en efecto, apenas cuatro parches bien empolvados y coloreados es lo que nos ha ofrecido el Gobierno con su reforma de las Administraciones Públicas: cerrar algunos organismos por aquí, fusionar otros por allá, informatizar varios trámites superfluos por acá y liquidar diversos edificios vacíos por doquier. Todo, eso sí, sin despedir a uno solo de los empleados públicos que por tales pastos moraban, pues sabido es que, extinto su cometido, nada mejor que mantenerles el sueldo recolocándolos en cualquier otro menester.
Sorprendería que semejante intercambio de cromos arrojara, tal como promete Soraya, unos ahorros de 37.700 millones euros; sorprendería, digo, si no fuera porque tal guarismo nace de agregar las infladas estimaciones de recortes que en 2012, 2013, 2014 y 2015 se han practicado o se practicarán con tal de reorganizar la estructura estatal y que en buena medida suponen un refrito de medidas ya aprobadas y archianunciadas. De hecho, si nos limitamos a analizar el recorte derivado propiamente del documento presentado ayer, apenas alcanzamos un ajuste de 6.440 millones de euros acumulados durante el próximo trienio. Y ello asumiendo que, primero, el cálculo del Ejecutivo no esté –digámoslo suavemente– "sesgado al alza" y que, segundo, se terminen implementando la totalidad de unas reformas que, en la mayoría de los casos, no pasan de meras sugerencias al resto de administraciones.
A saber, en el mejor de los mundos imaginables, ahorraríamos una media de 2.150 millones anuales: el 0,44% del gasto total de nuestro buenobonitobaratísimo sector público y menos del 3% de los 75.000 millones de déficit que nuestras austerísimas administraciones siguen generando año tras año. O por terminar de poner tal equino ajuste en perspectiva: menos dinero del que el optimista cuadro macroeconómico del Gobierno pronostica que aumentarán nuestros pagos por intereses durante este año. Vamos, el austericidio de cada día; ése mismo que nos llevó en 2012 a gastar un 20% más de lo que ingresamos y que en 2013 nos permitirá repetir tan suicida proeza.
Al final, el problema es bien sencillo de entender: la sociedad española, incluida su clase política, lleva más de cinco años viviendo en el autoengaño. La inmensa mayoría de votantes, y la totalidad de los votados, se han negado a afrontar la necesidad de un ajuste en profundidad de las estructuras de nuestro Estado –incluido, de manera destacada, el Estado de Bienestar–, trasladando toda la carga de ese inexorable recorte a una genérica e imprecisa "reforma de la administración". Cuán felices éramos pensando que, tan sólo metiéndole mano a la burocracia, a los coches oficiales y a las duplicidades, el monstruo del sobreendeudamiento público se tornaría en fructuoso superávit que permitiría revertir todos los sablazos tributarios e incluso seguir subiendo las pensiones ad infinitum. Pero no: la caja de Pandora de los michelines administrativos apenas contenía un espejismo de migajas para cubrir dos de los 75.000 millones de nuestro déficit anual. Lo que suele denominarse, no sin cierta precisión, el chocolate del loro.
Diríase que, a la luz de los resultados del CORA, se han acabado las excusas para no comenzar con los recortes de verdad (y sí, digo comenzar porque Montoro saca pecho por haber minorado el gasto en 20.000 millones, cuando quedan todavía 75.000 pendientes a los que echar el lazo). Pero, precisamente para seguir postergando los ajustes por período equivalente a unos cuantos sietemesinos partos más, el Gobierno nos está camelando con que los michelines administrativos no pesan apenas 2.000 millones de euros, sino 37.000. Vamos, que el propósito no es reformar nada, sino extender cortina de humo para evitar la auténtica reforma de nuestro sobredimensionado e infinanciable sector público actual. ¿Hasta cuándo huiremos hacia adelante? Pues hasta que Draghi diga basta, y no descarten que para entonces sea demasiado tarde.