La literatura económica está repleta de situaciones en las que se evidencia el fracaso del poder en la tutela de adultos y ancianos para conducirlos a su mejor fin, aunque ellos no lo conozcan. Una protección que se precisa por la existencia real de mundanos desaprensivos dispuestos a aprovecharse de la ignorancia irremediable de quienes carecen de luces para saber qué les conviene.
Con frecuencia, las normas dirigidas a proteger a una supuesta eterna infancia acaban siendo el instrumento más nocivo para aquellos a los que se pretendía proteger. Preguntas elocuentes en nuestra nación permanecerán interesadamente sin respuesta, ocultando una realidad que tiene su origen en esa falta de reconocimiento de que el que mejor sabe lo que desea y le interesa a un adulto es el mismo adulto, y de que cualquier interferencia en esa libertad de decisión devendrá en perjuicio para sus pretensiones y sus intereses.
¿Cuántos ocupantes de una vivienda lo habrán sido como precaristas porque el propietario no ha estado dispuesto a formalizar un contrato de arrendamiento? ¿Cuántos desempleados habrían trabajado en condiciones distintas a las que la legislación laboral establece como mínimas? O, lo que es lo mismo, ¿cuánto desempleo ha producido la legislación laboral? Y es que las leyes protectoras protegen a quien ya está, pero agraden a quien pretende estar.
Pues bien, ayer entró en vigor la nueva ley que regula el contrato de arrendamiento, que viene a sustituir a la que con alguna modificación procede de la época Boyer, que a su vez había sustituido a la de la etapa franquista. ¡Cuántos disgustos se habrían ahorrado los que han visto ejecutar sus hipotecas por falta de pago si hubieran tenido la alternativa de un mercado de alquileres ágil y razonable! ¿Por qué las inversiones productivas se realizan por una parte muy pequeña de la sociedad, y las de inmuebles deben serlo por la práctica totalidad de los ciudadanos?
La razón hay que buscarla en la legislación que endurece y da rigidez al mercado arrendaticio. No era así en los años veinte y treinta del siglo pasado, y no hay razón para que lo sea en el momento presente. La inversión en vivienda para su arrendamiento es una rareza en nuestro país, frente a lo que existe en la mayor parte de países de nuestro entorno. La legislación que anteayer concluía su vigencia, más que proteger al arrendatario, ahuyentaba al arrendador, por lo que la pretensión del inquilino quedaba insatisfecha.
La nueva ley parece traer aire fresco, que bien podría resolver a plazo medio el problema, ya clásico, de nuestro mercado arrendaticio. La ley reconoce a los arrendatarios la mayoría de edad y, por eso, otorga mayor espacio a la autonomía de la voluntad para buscar la mejor solución a sus pretensiones.
¿Será así? Sólo una incógnita permanece en la mente de muchos: la ley abre grandes posibilidades, pero ya veremos qué dicen los jueces en su aplicación. El tiempo dirá.