España, junio de 2013. Veinte trimestres consecutivos con el PIB por debajo del nivel de 2008. Una tasa de paro dos puntos superior a la de Estados Unidos durante el peor momento de la crisis del 29. La renta per cápita ya ha retrocedido once años a través del túnel del tiempo. En apenas un semestre, 300.000 millones de euros evaporados como por arte de magia, hechizo también conocido por fuga de capitales. Una deuda externa de improbable pago que supera los 930.000 millones de euros, el equivalente al valor de la producción toda del país durante un año. El peor cataclismo colectivo desde la guerra civil. Y un responsable último: el atávico complejo de inferioridad frente a Europa de nuestras élites. Una clase dirigente miope cuyas lindes no se circunscriben ni mucho menos a lo que el populismo hoy al uso ha dado en bautizar "casta política". Bien al contrario, el rendido entusiasmo frente a la idea del euro concitó en su día unanimidades aquí jamás vistas. Insólito fervor aquél que prendió en los grandes –y pequeños– partidos, pasando por empresarios y sindicatos.
Por no hablar de la prensa o la embelesada crema de la intelectualidad. Al punto de que insinuar la menor objeción a la moneda única era tenido por poco menos que extravagante desvarío próximo a la locura. Un país que ansiaba saberse europeo a toda costa estaba dispuesto a dar el "sí, quiero" sin leer lo dispuesto en la letra pequeña de las capitulaciones de Maastricht. Íbamos a meternos de cabeza en una trampa para elefantes. Pero nadie quiso verla. Nadie quiso recordar que la economía española es lo que es: una variante castiza del mercantilismo plutocrático donde los grandes grupos de intereses corporativos consiguen establecer barreras a la libre competencia con el concurso siempre presto de los poderes políticos. Apaño que abarca desde un mercado laboral escindido entre la aristocracia de los fijos y el subproletariado de los temporales hasta la fijación de precios por los oligopolios sectoriales de turno. Bajo el manto de la retórica liberal y meritocrática, ésa era –y sigue siendo– la genuina realidad de nuestra estructura productiva.
España, no lo olvidemos, es cualquier cosa menos una economía de mercado. El muy acusado sesgo inflacionista de nuestro país frente a los niveles de Alemania o Francia no se entendería sin antes reparar en ese vicio de origen. De ahí lo quimérico de cuanto nos predicaban los entusiastas del euro. Puesto que íbamos a tener idénticos tipos de interés, decían, no se producirían diferencias significativas de nivel de precios entre nosotros y Alemania. Pero las hubo, claro que las hubo. Entre 1999 y 2008, los productos españoles se encarecieron de media un 17% en relación a los alemanes. Como hubo un déficit comercial nunca antes visto, aquel demencial 10%. Eso significa que tendríamos que haber devaluado la moneda a fin de recuperar la competitividad perdida. Bien, pues hicimos justo lo contrario: revaluarla para ser todavía mucho menos competitivos frente al resto del mundo. Así, desde el día de su nacimiento el euro ha aumentado la cotización en más de un 30% frente al dólar. Nuestro peor enemigo no hubiese procedido de modo distinto. Porque cada vez que el euro se hace más fuerte, España deviene más débil. También cegados, aunque en su caso no por los complejos sino por la ideología, los padres de la criatura ignoraron que el gran peligro para la unión monetaria vendría de donde menos lo esperaban: el sector privado.
Tan despreciada por todos, la balanza de pagos, que no la deuda o el déficit, iba a ser la verdadera espada de Damocles del euro. Iba a ser y sigue siendo, por cierto. Porque lo que en verdad yace tras la súbita beligerancia de los mercados contra la deuda es eso en lo que nadie reparó: el desequilibrio entre las importaciones y las exportaciones de los países del sur, y el consiguiente riesgo de impago (los prestamistas, con lúcida clarividencia, se anticipan a descontar la segura socialización de las pérdidas particulares). Desengañémonos, es sencillamente falso que el origen de todo este desastre proceda de las famosas hipotecas subprime norteamericanas. Más pronto o más tarde, el cataclismo se hubiera producido igual aunque no hubiese una sola subprime en los balances de la banca europea. Las subprime apenas supusieron la espoleta de una bomba de tiempo llamada a explotar sin remedio. El genuino problema era otro: la balanza por cuenta corriente. Y no tiene solución. No mientras Alemania mantenga su política de superávit exterior y España permanezca atrapada dentro del euro. Incluso si por algún milagro el consumo empezara a recuperarse y la economía a crecer, al instante insistirían en desajustarse las cuentas externas, y vuelta a empezar. No hay salida. En la psicoterapia freudiana se considera fundamental la autoexploración del paciente para, superando barreras y represiones inconscientes, dar con la fuente de sus angustias. Un vía crucis doloroso pero necesario que nuestro establishment deberá emprender más pronto que tarde. Porque nuestra desgracia tiene un nombre: se llama euro.