Para muchos, la principal ventaja de ser de izquierdas –en un sentido amplio del término– es que puedes colocarte en el lado de los buenos y poner a los demás en la categoría de no personas. Así, la principal consecuencia de muchas políticas propugnadas por la izquierda no es la solución de tal o cual problema, sino el hacer sentirse bien consigo mismos a los políticos de izquierdas y a su electorado. El último ejemplo lo tenemos en la tragedia de Bangladesh.
No estamos hablando aquí de comparar los sentimientos de horror y las ganas de que a los responsables los metan en la cárcel, sentimientos seguramente distribuidos equitativamente en todo el arco político. Pero cuando sucede algo como esto enseguida surgen voces que hablan del capitalismo explotador, cuando no de esclavismo, y de que esto no se puede permitir.
Bien, veamos. ¿Qué sucede cuando estas cosas no se permiten?
Lo primero es que el derrumbe de una fábrica no es bueno ni aunque lo examináramos como si fuéramos monstruos insensibles que sólo tuvieran en cuenta las cuentas de resultados. Pedidos cancelados, indemnizaciones... Los responsables de una factoría como ésa no sólo son malas personas: también son malos empresarios cuyas empresas se han arruinado. Además, incluso en Bangladesh lo que han hecho es delito. De ahí que estos sucesos no sean frecuentes.
Pero lo crucial es que, al negarnos en redondo a que existan fábricas cuyas condiciones de trabajo y seguridad nos parecen indecentes sin ir más allá, nos negamos también a analizar las consecuencias. Pongamos que conseguimos presionar a empresas de todo tipo para que sólo contraten trabajadores con un sueldo que en el rico Occidente consideremos justo y apropiado, y en condiciones medioambientales y de seguridad como las que tenemos aquí hoy en día. Las consecuencias serían dos: 1) los productos que fabricasen serían más caros y 2) en su mayoría no se fabricarían en condiciones ideales en países subdesarrollados, sino en países occidentales con mayor productividad, menores costes de transporte, etc.
Es decir, nosotros nos sentiríamos estupendamente bien con nosotros mismos, pero en Bangladesh y muchos otros países pobres perderían una fuente de empleo. Y no una cualquiera, sino una que paga sensiblemente más que las locales. Sí, trabajar en esas fábricas supone hacerlo en condiciones miserables, pero la alternativa real es no tener empleo o malvivir con otro peor.
¿Significa eso que en Bangladesh o Vietnam trabajarán en condiciones miserables por los siglos de los siglos y que debemos sentirnos satisfechos por ello? No, claro que no. Todos los países que hoy son ricos han pasado por eso. España también. Y gracias a eso han logrado hacerse más ricos, crecer en capital económico y humano y poder permitirse imponer condiciones que hagan mucho más difícil que se caiga una fábrica y mate a decenas de trabajadores. Y eso sigue pasando ahora: no es ya que Corea del Sur o Taiwán lo hayan conseguido, sino que la propia China está en estos mismos instantes viviendo ese mismo proceso. Si impedimos a nuestras empresas establecerse allí no impediremos que suceda, pero sí que obligaremos a que lleve mucho más tiempo y a que más generaciones tengan que subsistir en la pobreza.
Cuando se ponen estos hechos delante de alguien que lo que quiere en el fondo es sentirse bien consigo mismo, la reacción suele variar entre el insulto y la ceguera voluntaria, el taparse las orejas con las manos y gritar bien fuerte para no escuchar nada. Ellos mismos. Lo que quiero es que entiendan que quienes defendemos que las empresas pongan fábricas en el Tercer Mundo no lo hacemos porque tengamos especial interés en que esas compañías prosperen, sino porque tenemos especial interés en que lo hagan los países pobres. El mundo real no es la casa de gominola de la calle de la piruleta. El mundo real es un lugar donde las opciones suelen variar entre lo malo y lo peor. Desconfíe de quienes aún creen en la magia.