La publicación en los últimos meses de las cuentas de los principales partidos políticos, con la notoria excepción del PSOE, ha puesto de relieve su extraordinaria dependencia de la financiación pública. Esto ya se sabía, pero ahora podemos cuantificarlo. Así, teniendo en cuenta los datos de los últimos años, se puede constatar que el gasto conjunto de los cuatro partidos nacionales representados en el Congreso –PP, PSOE, IU y UPyD– asciende, en promedio anual, a algo más de 215 millones de euros. Una cifra ésta bastante abultada, de la que el 84 por ciento ha sido proporcionada por las Administraciones, bajo distintas modalidades de subvenciones, mientras que sólo el 16 por ciento corresponde a las cuotas pagadas por los afiliados o a donaciones de particulares. Los partidos políticos españoles no son principalmente, a la luz de estos números, asociaciones de ciudadanos interesados en la gestión de los asuntos públicos, sino que más bien aparecen como apéndices institucionales del Estado.
La financiación pública de los partidos políticos es una innovación institucional que emergió en Puerto Rico en 1957 y que se extendió a los principales países europeos durante el transcurso de los años sesenta y setenta del pasado siglo. En España, recién estrenada la democracia tras la muerte del general Franco, esta práctica se adoptó en el decreto que reguló las primeras elecciones generales de 1977, y desde entonces persiste, notoriamente ampliada, hasta nuestros días.
Los argumentos que se esgrimieron para sustentar doctrinalmente el uso de los recursos públicos en la financiación de los partidos son variados y, en general, razonables. Por una parte, se señaló que esa financiación podía mejorar la igualdad de oportunidades entre las diferentes opciones políticas dentro de la confrontación electoral. Además, debido al alto coste de las campañas, se podía evitar que los partidos dependieran de los fondos aportados por los grupos de presión interesados en orientar las decisiones políticas. Y finalmente se recalcaba que, estando reconocido constitucionalmente el papel de los partidos en la formación de la voluntad popular, su financiación pública garantizaba el cumplimiento de esta función.
Sin embargo, la práctica real de la política y de su financiación se ha ido alejando de estos hilos argumentales. Para empezar, circunscribiéndonos al caso de España, la financiación pública de los partidos está muy lejos de asegurar su igualdad de oportunidades. Eso por la sencilla razón de que el sistema de subvenciones que se ha diseñado es claramente excluyente y desigual. Resulta excluyente porque sólo proporciona recursos a los partidos que obtienen escaños en los procesos electorales, de manera que aquellos otros que, habiendo participado en éstos, no logran ninguna representación se ven marginados en la distribución de los fondos que financian las campañas o en los que se proveen para sostener su funcionamiento ordinario. Esto no es así en todos los países: en Alemania, Noruega, Austria e Italia los partidos extraparlamentarios, con algunos límites, tienen la oportunidad de acceso a los fondos públicos.
Pero es que, además, el sistema español de reparto de subvenciones es muy desigual, tanto porque concede una prima por candidato electo como porque sólo da acceso a las subvenciones para sufragar los gastos del envío domiciliario de papeletas electorales a los partidos que logran formar grupo parlamentario. Para que los lectores se hagan una idea de esa desigualdad, se puede señalar que, con ocasión de las elecciones generales de 2011, el PNV obtuvo 2,07 euros por voto obtenido, mientras que UPyD sólo logró 0,40; es decir, una quinta parte de la cifra anterior. Entre estos extremos se colocaron todos los demás partidos, en el siguiente orden: CiU (1,81), Amaiur (1,80), PSOE (1,62), PP (1,35), Geroa Bai (1,31), Coalición Canaria (1,26), Foro Asturias (0,97), ERC (0,89), BNG (0,87), Compromís (0,72) e IU (0,57).
Por otra parte, no parece que el sistema de subvenciones haya servido para desvincular a las organizaciones políticas de los fondos que pueden proporcionarles los grupos de presión. La gestión de las donaciones a los partidos ha sido en España muy oscura y, aunque los casos de financiación irregular que han podido sustanciarse en los tribunales han sido muy pocos, las sospechas y denuncias no han dejado de ser abundantes.
Añadamos a lo anterior que el argumento que sustenta las subvenciones sobre la función constitucional de los partidos tiene también poco que ver con la realidad. La financiación pública ha servido, a lo largo de un proceso que ha sido lento pero implacable, para hacer de los partidos unas instituciones burocráticas más atentas a los intereses de sus gestores para reproducirse como clase política que al debate ideológico y programático del que emerge la voluntad popular. No sorprenden, por ello, fenómenos que lamentablemente llenan las hojas de los periódicos todos los días, como, por ejemplo, el del pago de sobresueldos a políticos que ostentan puestos remunerados de representación; o el de la extensión de la corrupción política y, sobre todo, el de la incapacidad de las direcciones de los partidos para atajarla en el seno de sus organizaciones; o el de la selección adversa de los líderes, de manera que hay cada vez más dirigentes que carecen de la formación que se requiere para abordar los complejos asuntos que se plantean en la función pública; o, en fin, el de la incapacidad de los partidos para atajar la creciente desconfianza que suscitan entre los ciudadanos.
La financiación pública de los partidos políticos en España debiera, por todo ello, volver a diseñarse y regularse con la finalidad de atajar los problemas que ha alimentado. En este sentido, creo que las subvenciones debieran distribuirse sobre todos los partidos participantes en los procesos electorales, teniendo en cuenta los resultados de éstos en función de los votos obtenidos. Ello no debiera ser obstáculo para exigir a todos que una fuente relevante de su sostenimiento esté en las cuotas que pagan sus afiliados. Las subvenciones han de tener, además, limitaciones de carácter cualitativo, de manera que no puedan sufragar algunos tipos de gastos, como el del pago de sueldos a políticos que ocupan cargos públicos remunerados. Y, finalmente, debieran suprimirse algunos conceptos de subvención, como los referidos a las fundaciones dependientes de los partidos o a los envíos de papeletas electorales que resultan injustificables desde la perspectiva del sostenimiento de la competencia política y electoral, son extraordinariamente costosos y, además, tienen efectos fuertemente discriminatorios a favor de los partidos dominantes en la escena política, sea ésta nacional o regional.