El Consejo de Ministros ha aprobado este viernes un nuevo paquete de medidas para corregir el desequilibrio estructural y permanente que presentan las pensiones públicas. La reforma que ha presentado la ministra de Empleo, Fátima Báñez, consiste en restringir la jubilación anticipada y parcial de tres maneras: elevando el umbral mínimo desde los 61 a los 63 años, exigiendo 35 años de cotización y reduciendo aún más la cuantía de la pensión.
De este modo, el Gobierno pretende ahorrar unos 5.000 millones de euros de aquí a 2027. Es decir, apenas 350 millones al año de los 110.000 millones que, en total, cuestan las pensiones públicas al contribuyente. Resulta evidente, por tanto, que tales limitaciones en ningún caso solventarán la insostenibilidad de la Seguridad Social a corto o medio plazo. Tan sólo suponen un parche más para mantener en pie un edificio cuyos cimientos son de barro. En este sentido, ni el retraso de la edad de jubilación general a los 67 años, ni el aumento del período de cotización ni, mucho menos, la restricción de la jubilación anticipada y parcial lograrán enderezar un sistema condenado al más absoluto fracaso.
Resulta sorprendente que, pese a la incuestionable inviabilidad de la Seguridad Social, el Gobierno insista en tratar de convencer a la opinión pública de que las pensiones cuentan con unos "cimientos sólidos", cuando el modelo es retocado una y otra vez para evitar que colapse. Y es que la única receta que ofrece el Estado para mantener el actual sistema de reparto consiste en reducir las pensiones de forma progresiva y retrasar la edad de jubilación, al tiempo que mantiene unas cotizaciones sociales absolutamente confiscatorias y sigue subiendo los impuestos para sufragar las prestaciones no contributivas.
Por ello, es un error histórico que el Ejecutivo, ahora del PP y antes del PSOE, insista en sostener con pinzas un sistema que, en todo caso, condena a los pensionistas a un empobrecimiento creciente, a los trabajadores a un retiro cada vez más tardío y a las empresas a padecer una presión fiscal desproporcionada. La clave de este importante debate no estriba en cómo parchear un modelo que hace aguas por todos lados, sino en sustituir por completo el fracasado sistema de reparto por otro de capitalización, tal y como han hecho con resultados excelentes muchos países, como Chile, Suecia o buena parte de los encuadrados antaño en la Europa comunista.
La capitalización de las pensiones permitiría a los trabajadores decidir voluntariamente su edad de jubilación y garantizaría unas pensiones mucho más elevadas que las actuales prestaciones de cuasi subsistencia que impone el Estado, ya que cada trabajador ahorraría para su futuro retiro invirtiendo su dinero en activos capaces de generar una elevada rentabilidad. La clave no está en cuánto retrasar la edad de jubilación o en cómo recortar las futuras pensiones, como exige el sistema vigente, sino en cuándo afrontar con seriedad, realismo y de una vez por todas el imprescindible cambio de modelo.