Los pueblos de Europa del Sur parecen haber confundido dos conceptos que poco o nada tienen que ver: riqueza y desarrollo; y no es la primera vez que les pasa. Riqueza es disponer de un gran poder de consumo, como el que se puede obtener descubriendo un Potosí, ganándose la lotería o recibiendo una cuantiosa herencia. Desarrollo es el uso pleno de nuestras potencialidades productivas y creativas, lo que, habitualmente, también lleva a la riqueza pero no debe confundirse con la misma.
El drama de Europa del Sur en general y de España en particular es que llegaron a la riqueza sin haber pasado por un verdadero desarrollo. Sus éxitos iniciales se debieron, en gran medida, al desplazamiento de capitales, tecnologías y empresas desde Europa del Norte hacia un Sur aún competitivo por sus bajos costos laborales y las ventajas que le daba su participación en el mercado común europeo. Basaron por ello su crecimiento en industrias ya maduras tecnológicamente, como la automovilística, la del calzado y la de las confecciones, y en un desarrollo extensivo de los sectores de baja productividad asociados al turismo y la construcción. Luego, la introducción del euro creó circunstancias afortunadas que les permitieron incrementar notablemente su poder adquisitivo y creerse lo que no eran: economías desarrolladas. En el caso de España, una seguidilla de burbujas –crediticia, consumista, inmobiliaria, política, de derechos y de autoestima– le hizo vivir por un tiempo la maravillosa ilusión de haber redescubierto Potosí o haberse sacado el gordo, pero no era cierto y la magia terminó cuando llegó la factura por los años locos.
Hoy solo quedan la perplejidad y la indignación. Perplejidad porque, cuando no se entiende cómo se hizo rico uno, tampoco se entiende cómo se perdió la riqueza. Indignación nacida de nuestra incomprensión de lo ocurrido, que nos lleva a creer que debe de haber una fuerza maligna que nos castiga. Y así están muchos, como niños destetados que creen que lloriqueando a mares o portándose mal podrán volver a vivir en el país donde fluyen la leche y la miel.
A estos indignados-despistados habría que decirles, parafraseando a Bill Clinton: "¡Es la productividad, estúpidos!"; para recordarles que jamás conseguiremos mediante huelgas, encierros, sabotajes o manifestaciones aquello que realmente nos falta para poder gozar de una riqueza y unos derechos sostenibles: el desarrollo. Pero esto también habría que decírselo a quienes parecen creer que, una vez superados los agudos problemas financieros actuales, volveremos a vivir como antes, es decir, como durante los años de la ilusión.
El desarrollo se logra solo mediante el incremento de la productividad, es decir, depende enteramente de nuestra capacidad de potenciar nuestras fuerzas y capacidades para obtener cada vez más con menos. Ese es el secreto del bienestar sin precedentes que se ha ido logrando a partir de la revolución industrial inglesa. Hoy la productividad está absolutamente relacionada con la capacidad de incorporar conocimiento y talento innovativo a la producción, lo que a su vez depende de la dotación de capital humano disponible. De eso se trata, y todo lo demás es pura fantasía. Nuestro bienestar y nuestros derechos se miden en productividad, y seremos lo ricos o lo pobres que nuestra productividad disponga.
Pero es justamente aquí donde aprieta el zapato. Con un sistema educativo de resultados peor que mediocres, con universidades endogámicas y dominadas por funcionarios vitalicios que simplemente no cuentan en el ámbito internacional, con índices de innovación ridículamente bajos y con una cultura imperante de los derechos, es decir, del no esfuerzo, estamos lejos de poder mantener el nivel de vida que creímos ya alcanzado de una vez y para siempre. A ello hay que sumarle aquella condición básica de todo desarrollo sostenible en el largo plazo, que son las instituciones confiables y decentes. Y aquí también aprieta el zapato.
Las comparaciones internacionales son apabullantes en todos estos aspectos e indican con claridad cuál es el nivel de vida, al que de acuerdo a nuestros niveles de productividad y calidad institucional, podemos aspirar. Veamos algunos datos. En 2009 los alemanes registraban 6 veces más patentes internacionales per cápita que los italianos, 14 veces más que los españoles, 35 veces más que los portugueses y 70 veces más que los griegos. A su vez, los suecos registraban 8 veces más patentes per cápita que los italianos, 19 veces más que los españoles, 48 veces más que los portugueses y 97 veces más que los griegos.
Si miramos la excelencia de las universidades comprobamos que, según los rankings internacionales en uso, en 2012 no había ni una sola universidad italiana, española, portuguesa o griega entre las 150 mejores del mundo. A su vez, The Global Competitiveness Report 2012-2013, del Foro Económico Mundial, muestra que la posición de los países del sur de Europa en cuanto a la calidad de su sistema educacional secundario, superior y de formación profesional es la siguiente, en un ranking de 144 países: Portugal, 61º; España, 81º; Italia, 87º; Grecia, 115º.
Si consideramos ahora la calidad institucional, vemos que en el ya citado Competitiveness Report Portugal se ubica en el lugar 46, España en el 48, Italia en el 97 y Grecia en el 111. Ahora bien, las deficiencias institucionales alcanzan niveles extraordinarios cuando se refieren al sector público. Me limito a dar dos ejemplos del Competitiveness Report. En malversación de fondos públicos, Portugal ocupa el lugar 45, España el 53, Italia el 85 y Grecia el 119. En despilfarro de recursos públicos España está en el lugar 106, Italia en el 126, Portugal en el 133 y Grecia en el 137. Es decir, mucho más cerca de países como Venezuela (143) y Argentina (136) que de Suecia (8), Finlandia (9), Holanda (13) u otros países del norte de la UE.
Frente a esta evidencia no cabe soñar con nuevos milagros. Para gozar de una riqueza duradera deberemos emprender un largo camino, partiendo sinceramente de lo que somos: países bastante mediocres. Tal vez esto no sea muy placentero, especialmente cuando ya nos habíamos creído eso de ser una potencia económica, pero este reconocimiento es lo único que nos puede ayudar a progresar de veras. Solo cuando pinchemos la burbuja de la autoestima estaremos en condiciones de remangarnos y empezar de nuevo.