La mayoría de los desahucios ejecutados desde 2008 –más de 170.000, y hay otros tantos en curso– han tenido lugar sin manifas a la puerta y sin pérdidas irreversibles añadidas a la que supone quedarse sin la propiedad. Pero el poder político ha esperado para reaccionar a que el drama alcanzara cotas difícilmente soportables para la opinión pública: el suicidio de una afectada en Baracaldo, al poco tiempo de otro caso en Granada y de un intento en Valencia. Esa tardanza es lamentable por muchos motivos. También porque las prisas de ahora sitúan el origen de las modificaciones legislativas en actos de desesperación individuales. Y por alentar la idea de que se cede a la presión de plataformas que están en la acción directa contra la ley y en el delirio antimercado.
Desde el estallido de la burbuja hasta que la tragedia salió en los telediarios, no se planteó reformar una norma que presenta desequilibrios en el tratamiento a acreedores y deudores y parece inadecuada para una crisis de esta hondura. Pues ha cambiado radicalmente aquel idílico escenario de crecimiento y creación de empleo forever en el que se suscribieron tantas hipotecas. ¡Y se concedieron! Una segunda parte que tiene su importancia. Porque se dice, y es cierto, que quienes pidieron el préstamo asumieron el riesgo de acabar desahuciados. Que su drama forma parte del contrato. Pero hubo entidades financieras que corrieron riesgos al dar créditos a tutiplén, riesgos altísimos, como se ha visto, y, en cambio, apenas han sufrido las consecuencias de aquella orgía. El Estado –el contribuyente– decidió salvarlas de la quiebra para ahorrarse males mayores. A ellas les hemos evitado su drama, la bancarrota.
Con la normativa en vigor, las dos partes salen perjudicadas: el deudor se queda sin casa y con una deuda de tomo y lomo, y el acreedor con unos pisos que lastran su balance. Temen los bancos que si el impago no implica el desahucio se produzca un simpa masivo. En España, lo último que queremos, por lo general, es perder la propiedad de nuestra vivienda, y eso ocurrirá, en cualquier caso, si dejamos de pagar la hipoteca. Pero el peligro existe y la reforma tendrá que reducir los incentivos perversos al mínimo. Penoso, en fin, que esta revisión llegue tarde y con mancha de origen. Y flanqueada por un discurso demagógico frente al que sólo ha habido, salvo contadísimas excepciones, o silencio o ¡que se jodan!