En numerosas páginas antiliberales, de derechas e izquierdas, se ha difundido un texto de Luciano Pires, columnista brasileño, que advierte que China va a dominar la economía mundial (por ejemplo, aquí).
Se trata de una nueva pero siempre absurda versión del más antiguo miedo económico: el miedo a las mercancías baratas. Pires reúne todos los tópicos. Empieza hablando de la "esclavitud amarilla": los trabajadores chinos trabajan incluso "horas extras a cambio de nada". Con esos salarios bajísimos, los chinos acabarán apoderándose del planeta, con la suicida complicidad de quienes les compran desde otros países, desmantelando sus fábricas y generando así "una brutal desocupación". Es verdad que ganan dinero, pero solo "en el corto plazo". En el largo plazo China fabricará todo, y entonces será cuando el dragón oriental subirá los precios, y no podremos hacer nada por evitarlo. Por lo tanto, hay que actuar ahora, antes de la catástrofe. ¿Qué hacer? Pues la recomendación es evidente: "Comience ya a comprar productos de fabricación nacional, fomentando el empleo en su país, por la supervivencia de su amigo, de su vecino, y hasta de usted mismo... y sus descendientes".
Supongamos por un momento que el fundamento de esta argumentación, los bajos salarios chinos, es correcto. Incluso aunque los salarios chinos fueran bajos, el razonamiento de Pires seguiría siendo falaz, porque comprar productos baratos no es malo para la economía y desde luego no genera paro, sino más bien al contrario: el paro se debe al intervencionismo que aumenta artificialmente los costes. Las mercancías baratas sólo dañan a quien las produce más caras, pero no al conjunto de la población.
Aún más desatinada es la idea de que alguien puede producir todas las cosas. Si esto fuera así, por cierto, sería un paraíso, porque significaría que los demás tendríamos el dinero para comprarlas, porque no iban a ser producidas para no ser vendidas. Tampoco tiene sentido pensar que si un oferente llega a concentrar toda la oferta de algo, a continuación puede subir sus precios ilimitada e impunemente. Es obvio que cuando lo hiciera aparecerían oferentes competitivos que le irían quitando mercado.
Y por fin, la compra de productos nacionales es algo que las personas naturalmente hacen, siempre que las condiciones sean competitivas. Y si no, no. Y no es malo que no lo hagan, al contrario, favorece a los consumidores y en última instancia también a los empresarios, porque les va indicando qué actividades deben dejar de acometer porque no lo hacen bien. Comprar siempre productos locales, en todas las circunstancias y por mala que sea su relación calidad/precio, sólo conviene a corto plazo a sus ineficientes productores, pero perjudica a la mayoría de la población y eventualmente incluso a esos fabricantes no competitivos. La peor alternativa es la que Luciano Pires no pide explícitamente pero que está sugerida en su argumentación, a saber, que el Estado fuerce a los ciudadanos a comprar productos nacionales caros, lo deseen ellos o no.
Ahora reconsideremos el supuesto de partida: los chinos pobres y esclavos ganando sueldos de miseria, etc. Este supuesto dato a veces viene acompañado de una hipócrita preocupación por la pobreza en el mundo, y con argumentos del estilo: "Para favorecer a los trabajadores chinos... no les compremos los productos buenos y baratos que producen", como si semejante acción de alguna forma beneficiara a los pobres de la Tierra. Pero no es un dato, sino una falsedad, teórica y práctica. Si un país empieza a crecer y a ser competitivo y productivo, los salarios no podrán permanecer bajos durante mucho tiempo. Esto ha pasado en todas partes y también en China. Abordan el asunto cuatro economistas de ese país en un trabajo reciente: H. Li, L. Li, B. Wu y Y. Xiong, "The End of Cheap Chinese Labor", Journal of Economic Perspectives, otoño 2012. Los datos presentados por estos profesores son inequívocos: los salarios en China están creciendo claramente.
A ver si los antiliberales de todos los partidos se enteran: los países son competitivos en función de su productividad. Si todo dependiera de pagar salarios bajos, Haití exportaría más que Alemania.