Pensará el lector más bondadoso que vaya tontería que acabo de enunciar, y el menos indulgente concluirá que no estoy en mi mejor momento o que, quizá, la noche pasada me lancé a la celebración de un Halloween enloquecido. Les prometo que nada de eso ha ocurrido. Simplemente, estoy harto de confusión y de manipulación de términos y de conceptos.
La evidencia que expresa el título no lo es para todas las gentes, y no lo es, especialmente, para esa izquierda cavernícola y parasitaria que vocifera eslóganes, y si de ello se deriva violencia y vandalismo, mejor que mejor; seguramente, tampoco pasará nada. Lo que quiero decir es que un bien público, o un servicio esencial para la comunidad, como gusta ahora decir, lo es por su propia naturaleza y no por la naturaleza de quien lo suministre.
La educación, la sanidad, el transporte, las comunicaciones, el suministro de agua potable, el de energía, etc. son bienes esenciales para la comunidad, son servicios públicos porque son de interés general, son bienes públicos aunque no lo sean puros, porque en la mayoría de ellos rige el principio de exclusión: el asiento que acoge a un pasajero no acoge al mismo tiempo a otro.
Esos bienes públicos o servicios esenciales lo son con independencia de que el educando, el facultativo, el conductor de autobús o el suministrador del kilovatio o del agua potable sea blanco o de color, alto o bajo, varón o hembra, y sea el Estado, una comunidad autónoma, un municipio o una entidad privada el que lo preste. O el servicio es esencial o no lo es, y ello depende de la necesidad a cuya atención se dirige. La prestación es la que puede ser estatal, autonómica, municipal o privada.
Cuando la izquierda –englobo aquí a los partidos y a los sindicatos; que ellos decidan quién sirve a quién– amenaza con que lo que pretende el Gobierno es privatizar los servicios esenciales; la soflama sólo puede deberse a ignorancia, a torpeza o a intencionada malicia, para encender las calles, generar malestar y provocar conflictos con perjuicio para muchos.
Su reacción es visceral cuando un Gobierno, el que sea, consciente de su responsabilidad de administrar eficientemente los recursos, trata de establecer medidas que impidan el despilfarro. A la izquierda no le preocupa el aprovechamiento racional de los recursos; considera que el Estado providente es una máquina de producir riqueza inagotable, por lo que no tiene sentido economizar, racionalizar su uso, poner precio a las cosas, etc.
A todos nos molesta pagar, sea el euro por receta –según ciertas condiciones económicas– o las tasas de la enseñanza universitaria, pero entendemos que de no existir coste alguno, en estos y otros muchos casos, ¿por qué habría que moderar las cantidades a consumir?
El despilfarro no es que no cueste, es que lo pagamos entre todos. Si el despilfarro intencionado estuviera penado, mejor nos irían las cosas.