La huelga general, de consumo y casi de respirar que han convocado los sindicatos para el próximo 14 de noviembre es inútil, irresponsable, inoportuna, y además nos costará dinero a todos (empresarios, trabajadores y sociedad en su conjunto). Sólo generará pérdidas, confrontación y mala imagen, a lo cual son extremadamente sensibles las inversiones. Este tipo de movilizaciones ya se ha demostrado que no soluciona nada, pero menos aún en estas circunstancias complejas por las que atravesamos, y la prueba del algodón la tenemos en Grecia, que tiene el récord de jornadas de lucha con un resultado absolutamente infructuoso. Sin embargo, aquí seguimos anclados en el pasado.
Además, mi impresión personal es que hasta los propios sindicatos son conscientes del nulo efecto que tendrá esta huelga, la convocan más bien empujados por la competencia de las nuevas plataformas contestatarias que surgen contra el Gobierno y rompen, así, su monopolio protestatario.
Así mismo, no deja de ser curioso ver que lo que piden todas estas plataformas es más gasto público, precisamente lo que ha provocado que lleguemos a esta terrible situación, con cerca de doscientas mil empresas desaparecidas y seis millones de personas sin empleo.
En cualquier caso, desde el punto de vista jurídico, dudo de la legalidad de esta movilización, debido al evidente carácter político que tiene. Se trata de una acción dirigida principalmente contra el Gobierno de la Nación y contra el Congreso de los Diputados, por lo tanto, automáticamente se puede calificar de huelga política. Es decir, que su legitimidad podría ser perfectamente debatida. Lo que sucede es que nuestro actual marco normativo y jurisprudencial no contempla una declaración judicial previa acerca de la legalidad o no de la convocatoria. Por ello, la calificación de los jueces sólo tiene lugar con posterioridad a la finalización del conflicto, y como consecuencia de las demandas que genere. Hay que recordar que este derecho aún se sustenta en un real decreto de marzo de 1977.
Esta movilización tiene lugar contra legítimas decisiones legales tomadas por el Gobierno de España y refrendadas en las Cortes Generales, que es donde reside la soberanía nacional, es decir, donde estamos representados todos los españoles. El resultado de todo esto será que, una vez más, empleadores, empleados y tejido productivo padecerán una movilización diseñada para ejercer presión contra un Gobierno elegido democráticamente a fin de que tome decisiones basadas en el interés general.
Se trata de la misma circunstancia que se produjo hace ocho meses, cuando los sindicatos le montaron al Gobierno de Rajoy su primera huelga general. En el procedimiento de mediación previa a la convocatoria, presentado en la Fundación del SIMA, se expresaba textualmente que los motivos eran el rechazo a "la reforma laboral y demás medidas impuestas por el Gobierno (...) convalidad[as] el pasado día 8 de marzo en el Congreso de los Diputados", así como "las políticas presupuestarias restrictivas". Creo que resulta evidente a todas luces que también se trataba de una movilización política, pero quien la sufrió injustamente fue nuestro tejido productivo.
Existen motivos doctrinales para dudar acerca de la legalidad de este tipo de movilizaciones, y para reflexionar sobre la responsabilidad que se deriva de ellas respecto a los daños que ocasionan, cuando es más que evidente que no tienen al empresariado como contraparte. En cualquier caso, una huelga general –y el riesgo de violencia y daños que conlleva– es rechazable siempre, pero especialmente en este momento de dificultades. Es tiempo de sacrificios, porque hay que pagar los excesos cometidos, y de mucho diálogo.