La empresa, así en genérico, es un ente mal visto en nuestra sociedad. Da trabajo; ofrece productos y servicios que hacen nuestro mundo más habitable, más interesante o más placentero; nos ayuda a satisfacer nuestras necesidades básicas; nos permite conocer otros lugares y otros países... pero haga lo que haga levanta sospechas, tiene que justificarse y, en muchísimos casos, es premiada con un odio, teñido de envidia, que me resulta difícil entender.
Hay algunas excepciones, sí: aquellas compañías, como las ONG, que renuncian precisamente a lo esencial del carácter empresarial, que es ganar dinero; o también las pymes, que tienen nuestro permiso para vivir, siempre, eso sí, que no se les ocurra hacerse más grandes.
La cosa ha llegado a tal punto que se han tenido que inventar, y publicitar, mamarrachadas como la Responsabilidad Social Corporativa (RSC), algo así como una serie de bulas que las grandes compañías van comprando para pedir perdón por el hecho de ser empresas y ganar dinero.
El odio va en aumento cuanto más innovadora y exitosa es una empresa. Si observamos a las dos compañías en las que últimamente se está centrando el linchamiento cíclico empresarial en nuestro país, Mercadona y Ryanair, vemos que tienen puntos en común: han logrado revolucionar sus respectivos mercados con prácticas más eficaces y rentables, inciden en ofrecer buenos precios y, sobre todo, son exitosas en entornos muy competitivos y que no están en su mejor momento.
Lo más curioso de todo esto es que los mayores odiadores son, somos, precisamente, los que más nos beneficiamos de la existencia de dichas compañías: sus clientes. Muchos de nosotros volamos con Ryanair varias veces al año, pero criticamos con dureza a una aerolínea sin la cual serían imposibles esos viajes a ver a la amiga que tiene el piso en nosedónde; todavía más vamos a Mercadona, a hacernos con productos varios y muchas de sus marcas blancas, pero luego damos la tabarra con que si tiene pocas cosas entre las que elegir o si aprieta mucho a sus proveedores.
Toda esta negatividad nace, en mi modesta opinión, de algunas ideas nefastas y no pocos lamentables olvidos que dominan nuestra mentalidad económica. Entre las primeras destaco dos: la consideración, en lo más profundo de nuestro corazón, de que ganar dinero es algo malo propio de gente de baja estofa y sin ideales y la asunción, al modo marxista, de que en el intercambio económico siempre hay una parte que gana y otra que pierde.
Entre los olvidos, hay uno que es fundamental: el de que, en una sociedad de mercado, incluso en una tan imperfecta como la nuestra, las relaciones económicas están basadas en la voluntariedad. Es decir, si quiero vuelo con Ryanair y si no, no; si me apetece compro en Mercadona (o le vendo a Mercadona, lo mismo me da) y si no, lo hago en una de las muchísimas tiendas o supermercados que le hacen la competencia.
Lo peor de todo es que ninguna de estas suspicacias afectan a las empresas públicas, que son, por lo general, más ineficaces, satisfacen peor nuestras necesidades y encima nos cuestan más dinero a la hora de pagar y a la de cumplir nuestras obligaciones con Hacienda. Pero, claro, se lo perdonamos porque no quieren ganar dinero, sino ser un "servicio público"... Aunque para mí que es el público el que las sirve a ellas.