No quisiera irme de vacaciones sin compartir con los lectores un tema que vengo asumiendo con cierto estoicismo, pero que está a punto de desbordar el vaso de la paciencia de cualquier ciudadano. La cuestión me interpela, por cuanto se asienta en un principio, difícilmente aceptable, cual es el culto a la desigualdad en los derechos que asisten a todos y cada uno de los miembros de esta comunidad política que llamamos España.
Una comunidad cuya convivencia se dificulta por el agravio que provocan los privilegios de unos, frente a la desconsideración y privación de otros. Más aún cuando, frente al silencioso anonimato de estos últimos –los que sufren– el protagonismo de los primeros se manifiesta con agravios y reivindicaciones, pese a que su situación se considera, por los más, como claramente privilegiada.
Me refiero, y quisiera que se me interpretara con justeza en lo que quiero decir y hasta donde quiero decir, a los empleados públicos –funcionarios y personal contratado, incluidos altos cargos– que se presentan ante la sociedad como mártires de las decisiones del Gobierno y, en general, de los poderes públicos. Frente a su posición, el sector privado, supuestamente al margen de las veleidades del poder, disfrutaría de una vida cómoda y elevado bienestar, ajeno al sufrimiento de aquellos servidores públicos, sobre los que gravita una crisis que no les corresponde. Por ello cortan calles, promueven algaradas y hacen la vida más difícil de lo que ya sería sin sus actuaciones.
Es cierto que se les ha reducido el salario y que se les va a suprimir la paga extraordinaria de fin de año; medida indiferenciada que no me parece adecuada, pues, si sobran empleados públicos, rescíndanse los contratos de los más ineficientes, pero no se penalice, sin diferenciación, a buenos y malos. Entiendo, pues, que no les guste la disminución de rentas, pero su martirio, aún con ello, nada tiene que ver con el del sector privado que pierde el empleo, por despido o cierre empresarial. A estos no les han bajado un cinco por ciento, sino un ciento por ciento.
Si los empleados públicos, duplicados en apenas diez años, asalariados con cargo al Presupuesto, alegan no tener nada que ver con la situación, ¿qué tendrían que alegar empresarios y trabajadores privados, ante la negación del más esencial derecho, como trabajadores –el derecho al trabajo–, porque un desmedido gasto público, en parte para pagar los salarios de sus hinchadas plantillas, ha absorbido los recursos financieros disponibles, impidiendo el crédito a empresas y familias? ¿Se puede decir que los empleados públicos son los que en mayor medida sufren la crisis? ¿Por qué el déficit público se financia con cargo a los créditos que deberían financiar la producción del sector privado? Sólo faltaría que las Administraciones Públicas se quejaran también por las dificultades que sufren en la actual crisis.
Sólo el egoísmo de quienes, pese a todo, son los privilegiados, explica sus sonoras y perturbadoras reivindicaciones.