El mejor, más fuerte y más solvente sistema financiero del mundo, estandarte del zapaterismo, se desenvuelve en estos momentos entre la ayuda para su salvamento, la desmembración y la liquidación por derribo de buena parte del mismo.
Atrás quedan las soflamas presuntuosas de gobernantes necios, y las manifestaciones gratuitas que desviaban la atención de nuestro problema mediante la conversión del mismo en un problema de la Unión Europea, o más explícitamente del euro.
Poco tienen que ver las medidas establecidas para el salvamento de nuestro sistema financiero con las fórmulas que, apenas hace unos días, proclamaba el ministro García-Margallo para fortalecer el euro –en situación de peligro por los especuladores–, que se resumían en un grifo monetario abierto en el Banco Central Europeo para ofrecer financiación sin límite a nuestra economía, tanto para sanear/salvar el sistema bancario como para atender las necesidades públicas de recursos, y la compra masiva de deuda soberana. La verdad es que si con ello se fortaleciese el euro, para qué tanta presión sobre el déficit, y para qué las antipáticas medidas de ajuste.
En economía es difícil demostrar que cuando aumenta la oferta de cualquier bien –también del dinero– se fortalece su apreciación en los mercados. Un euro fuerte es aquel capaz de mantener su valor en el mercado; estabilidad que depende del control cuantitativo sobre el mismo. Esto, que hoy nadie más que el ministro de Asuntos Exteriores pone en duda, ya lo tenía muy claro Martín de Azpilicueta en el siglo XVI, y lo recordó en idénticos términos Irving Fisher (primera Escuela de Chicago) a comienzos del siglo XX. El ataque al euro no es de los especuladores, como dice el señor ministro, sino de gobiernos indisciplinados que exigen la creación de dinero para financiar su gestión irresponsable.
Es difícil de entender por qué la economía pública tiene que regirse por leyes distintas a las de la privada. Resulta complejo asumir que, cuando se están cerrando empresas todos los días porque los bancos niegan la simple renovación de los créditos de circulante, tenga que facilitarse financiación para la renovación de la deuda pública y se emita aún más deuda, porque el sector público no está dispuesto a contraerse, como no tiene más remedio que hacer el sector privado.
Poniendo un símil musical, se diría que estamos ante unos acordeonistas –los gobiernos– que sólo son capaces de manejar el instrumento expandiendo sus fuelles, no de contraerlos, aunque también en la expulsión de aire se emiten sonidos.
Por qué no contraerse, cuando buena parte del gasto público corresponde a períodos de bonanza recaudatoria, protegiendo intereses inconfesables, tanto en inversiones como en empleo públicos. Gastos que fueron innecesarios y, por tanto, siguen siendo ineficientes.
Añadir 18.000 millones para comunidades autónomas reconocidas insolventes es echar más leña al fuego, incendio que llegará a ser incontrolable con los prometidos hispabonos.