Atrapada en la ratonera del euro y atada ahora de pies y manos por el rescate bancario, España comienza a repetir, igual, calcada, milimétrica, la secuencia tantas veces vista antes en Grecia, Portugal, Irlanda. El parsimonioso travelling con final en el colapso que Nouriel Roubini ha descrito como un choque de trenes a cámara lenta. Manido déjà vu, hemos llegado a una de las escenas más clásicas, la de la subida de los impuestos al consumo junto a la pareja disminución de las transferencias estatales. Escena vieja que ya se proyectó en su día, va para dos años, en la Atenas de Papandreu. También allí los guionistas de Berlín prescribieron incrementar el IVA hasta el veintiuno por ciento en paralelo a la poda intensiva de la cobertura al desempleo, amén de otras mutilaciones.
Nada nuevo, pues, bajo el sol. Por lo demás, bien lo saben todas las casandras: que semejante cirugía sea inevitable –y para un país sin moneda propia lo es– no resulta incompatible con lo muy evidente de su definitiva, absoluta inanidad. Porque de nada servirá. He ahí el drama de los devotos de ese quimérico oxímoron, la contracción expansiva. Y es que no son capaces de dar con ejemplo real alguno que acredite las virtudes milagrosas del cuento de la austeridad. En Grecia, en Portugal, en Irlanda, allí donde se ha obedecido –qué remedio– la doctrina del ajuste fiscal duro, el PIB ha respondido tal como prevén los manuales universitarios de introducción a la Economía: derrumbándose.
Y nosotros no constituiremos la excepción. Algo patético al respecto: esa insistencia en aferrarse como clavo ardiendo a un minúsculo paisito de la Señorita Pepis: Letonia. "Miren, miren, en Letonia ha funcionado", claman sin cesar los devotos del jarabe de palo. La Liliput del Báltico, no tienen nada mejor que enseñarnos en un planeta de siete mil millones de habitantes. Pero tampoco en Letonia ha funcionado. ¿O acaso cabe exhibir como ejemplo de nada a un lugar del que ha tenido que emigrar un tercio de los menores de treinta años? Letonia, un geriátrico en el que solo han quedado los viejos y que, aun así, arrastra una tasa de paro del dieciséis por ciento. Sin prisas pero sin pausas, vamos camino del desastre.