Me parece un discurso dieciochesco. Devanarnos los sesos acerca de qué porcentaje de soberanía hay que ceder a la Unión Europea para que el pueblo español pueda seguir comiendo me resulta una forma lastimosa de perder el tiempo. Un tiempo que es escaso y que como tal hay que aprovecharlo; como se aprovechan los recursos no renovables, de los que el tiempo es un ejemplo paradigmático.
Se podrá pensar que tengo una visión muy utilitarista de la soberanía nacional, pero la verdad es que la historia está repleta de países que se han hundido irremediablemente como consecuencia de su afán por la soberanía. Se han hundido en lo económico, en lo político, en lo social, y han acabado en el mayor ultraje al debido respeto a los derechos humanos y, consecuentemente, a la dignidad de las personas; de todas las personas, nacionales y extranjeras.
Ante ejemplos tan notorios, uno se pregunta para qué esa soberanía, que no es más que la muestra de un pretendido orgullo nacional, instrumentado por intereses políticos de casta, de grupo o de partido. Evidencia más nítida la encontramos cuando el orgullo se instrumenta por el aspirante a dictador, o por el dictador ya consagrado. Lo único que hay que controlar es que no se mancillen los derechos esenciales de la población; aquello que conocemos como Derechos Humanos, recogidos o no en la Declaración Universal.
Salvada esa aspiración, que es irrenunciable, lo demás no pasa de ser monsergas para encandilar a unos cuantos, quizá con perjuicio de muchos. La crisis de deuda del sector público y la reestructuración del sistema financiero, necesidad que surge de su propio endeudamiento y de su fraudulenta gestión, está destruyendo lo que queda del tejido productivo y, con él, la oferta de empleo, que se restringe cada día como consecuencia lógica de la restricción del crédito a las empresas del sector; aquellas que, por naturaleza, invierten a medio y largo plazo.
Esta situación, que tiende a la autodestrucción, nunca se podrá justificar por una defensa a ultranza de la llamada "soberanía nacional". Aquella soberanía que estaba en peligro cuando acechaba el ataque de un poderoso país extranjero y que llevó a Adam Smith a poner en manos del Estado la función de la defensa de la Nación, para preservarla del enemigo. Seguir en ese marco bucólico contemplativo del hecho soberano está hoy fuera de todo lugar.
La situación en este momento es la contraria. Nadie nos ataca, sino que somos nosotros los que pedimos árnica ante nuestra incapacidad. Codiciar la soberanía arriesgando la ayuda es una contradicción en los propios objetivos y un elemento más para la autodestrucción. Llego incluso más lejos. Si al ceder soberanía acaban administrándonos otros, bienvenidos sean si nos administran mejor; al fin y al cabo, el objetivo es el bien común de los ciudadanos y no el hecho de quién nos administra.
Nunca me consolará la ruina, aunque a ella me conduzca mi propio hermano.