Los ríos de tinta que se han vertido sobre el problema bancario de España, especialmente desde que el Gobierno anunció su intención, finalmente cumplida, de apelar a los instrumentos europeos de apoyo a los países con crisis severas, han dejado en un segundo plano, casi olvidados, los demás asuntos económicos que requieren también soluciones urgentes.
Los lectores deben saber que los problemas financieros no se gestan al margen de la economía real; es decir, del conjunto de los sectores de producción de bienes y servicios. En España, durante la década que precedió a la crisis y, muy especialmente, entre los años 2004 y 2008, auspiciado por el bajo coste de los recursos financieros, se produjo un intenso proceso de inversión cuyo nivel excedió con mucho al ahorro interno del país, acumulándose así un desequilibrio sin precedentes entre estas dos variables macroeconómicas. Por supuesto que buena parte de ese desajuste entre ahorro e inversión vino de la mano de la que acabó siendo una desmesurada expansión inmobiliaria. Pero no se puede olvidar que, de los otros componentes de la inversión, el referido a las infraestructuras estuvo también influido por la desmesura, de manera que se construyeron instalaciones que luego casi nadie ha usado o que, en su explotación, han revelado que la demanda de los servicios a los que se asocian es muy inferior a la que se supuso para ellas. Y tampoco se puede obviar que el componente productivo de la inversión fue mucho más parsimonioso que los dos anteriores, de manera que la expansión de la economía no se vio acompañada, al mismo nivel, por la ampliación de las actividades industriales y de servicios.
Una situación como la que acabo de describir se expresa, desde el punto de vista económico, en dos desequilibrios que son simétricos y equivalentes entre sí. Uno es el que muestra el desfase entre la inversión y el ahorro, de manera que la apelación a la financiación exterior es inevitable. El otro es el que refleja la balanza de pagos entre las necesidades de importación y la capacidad exportadora del país, de modo que es con el ahorro foráneo como se logra sostener el flujo de mercancías y servicios que llega del extranjero. Y ambos señalan no sólo que el país vive por encima de sus posibilidades, sino también que éstas están limitadas por una menguada capacidad competitiva en los mercados internacionales.
Esta conexión entre los ajustes del ahorro con la inversión y de las importaciones con exportaciones es clave para el crecimiento económico. El profesor Anthony P. Thirlwall, de la Universidad de Kent en Canterbury (Reino Unido), ha demostrado que, en efecto, la expansión a largo plazo de cualquier economía nacional se encuentra restringida por el equilibrio entre esas variables, de manera que los desajustes entre ellas acaban reflejándose en las fluctuaciones de la producción y el empleo. La ley fundamental del crecimiento de Thirlwall sitúa así en el sector exterior de la economía la clave para el aumento de su expansión a largo plazo.
Una aplicación de la ley de Thirlwall a la economía española mediante el análisis de sus funciones de comercio exterior, nos revela que nuestras posibilidades de crecimiento son ahora más limitadas que en el pasado. De esta manera, partiendo de los resultados obtenidos por el Banco de España acerca de los factores que determinan las importaciones y exportaciones se puede comprobar que, si hasta el final de los años noventa, el crecimiento de la economía española compatible con el equilibrio externo superaba ligeramente la media de la economía mundial, actualmente apenas llega al 80 por ciento de ese promedio. Esto significa que, en la pasada década, mientras se acumulaban los desajustes entre la inversión y el ahorro, la economía real, productiva, iba perdiendo capacidad competitiva a pasos agigantados.
La salida de la crisis requiere resolver, por supuesto, los problemas financieros, sobre todo cuando, por la incidencia que sobre ellos tienen las multimillonarias transacciones de los mercados de capitales, se expresan con dramática urgencia. Pero éstos no podrán solventarse si, simultáneamente, la economía real no encuentra la vía para superar la recesión a la que se han visto sometidas sus actividades productivas y su empleo. Y esa vía, como recuerda Thirlwall en sus trabajos, únicamente puede asentarse o bien en la expansión autónoma de algunos sectores de alta productividad –principalmente los industriales– o bien en el aprovechamiento de los mercados internacionales a través de las exportaciones.
En consecuencia, la política económica, más allá del sector bancario y del equilibrio macroeconómico, tiene que adentrarse en el poco conocido terreno de la competitividad microeconómica. Algunos instrumentos generales tienen efectos sensibles en este campo porque afectan a los costes y a la eficiencia de las empresas. Es el caso de la reforma del mercado de trabajo –que, sin negar el avance que supone lo ya aprobado por el Gobierno del PP, puede todavía perfeccionarse si se aborda el problema de la dualidad entre los trabajadores fijos y los temporales– o de la remodelación del sistema energético –cuyas realizaciones son aún incipientes y, por cierto, severamente contestadas por los sindicatos mineros del carbón y los grupos de presión empresariales del sector eléctrico–. Y es el caso también de la política fiscal, pues la configuración de las figuras impositivas tiene efectos relevantes sobre los incentivos al trabajo y a la inversión.
Los pasos dados por el Gobierno en este terreno han sido, no sólo insuficientes, sino equivocados. España necesita una reforma fiscal que, de forma simultánea, atienda a los objetivos de ampliar la base de exacción de la carga tributaria y de incentivar la inversión y el empleo de la mano de obra no utilizada.
El primero de esos objetivos atiende al desequilibrio entre los ingresos que proporcionan los impuestos y los gastos de las Administraciones Públicas. El problema se puede resumir de la siguiente manera: la recaudación de impuestos proporciona una cifra de ingresos que equivale más o menos al 35 por ciento del PIB; pero el gasto de las Administraciones Públicas es diez puntos porcentuales mayor que esa cifra; por tanto, más allá de los ajustes que proporcione el recorte del gasto público, se necesita ampliar la base fiscal y, para ello, no sirve tratar de exprimir aún más a los aproximadamente ocho millones de contribuyentes cuyas rentas oscilan entre 30.000 y 100.000 euros anuales, porque están exhaustos, como muestra el fracaso de la última elevación de los tipos en el IRPF. La ampliación de la base fiscal tiene que venir de la mano de los grupos que actualmente contribuyen muy por debajo de su participación en la renta –empresarios y autónomos– y de los trabajadores de menor nivel retributivo. Por ello, parece inevitable aumentar la potencia recaudadora del IVA por una doble vía: por una parte, mediante la elevación de su tipo general, aproximándolo al promedio de los países europeos; y, por otra, constriñendo el ámbito de los tipos reducidos.
La elevación del IVA, si se quiere atender al segundo de los objetivos antes señalados, tendría que acompañarse por una reducción de las cotizaciones sociales a cargo de los empleadores, pues no se puede olvidar que España, paradójicamente, es uno de los países europeos en los que la carga fiscal del trabajo es más elevada. Los estudios que se han realizado sobre este asunto concluyen que una operación así puede tener efectos favorables sobre el crecimiento del PIB y el empleo, y sobre la reducción del déficit exterior. Y, por otra parte, sería conveniente una revisión a fondo del impuesto de sociedades orientada tanto a la reducción simultánea de sus tipos impositivos nominales como a la revisión a la baja de la maraña de incentivos fiscales que contiene.
Las reformas laboral, energética y fiscal son urgentes, pero en ellas no se agota el campo de los cambios orientados a la competitividad microeconómica. El Gobierno no debe pararse en ellas, pues la magnitud de los problemas económicos actuales es tan imponente que no queda tiempo para tomar aliento.