Algo se mueve en el búnker. El sumo sacerdote de la ortodoxia en persona, Schäuble, acaba de incurrir en anatema reclamando salarios más altos para los alemanes. Y no únicamente el ministro de Economía de Merkel se desliza raudo hacia el campo de los herejes. Para escarnio de la beatería monetaria, los hieráticos cabezas de huevo del Bundesbank han empezado a defender nada menos que el demonio de la inflación. Una subida del nivel general de precios en la Europa del norte, sostienen, quizá formaría parte de la solución, y no del problema. Diríase que Olivier Blanchard, el economista jefe del FMI, ya no plantea en solitario su desafío a la vulgata del establishmet.
No estamos hablando de Krugman ni de tertulianos del tres al cuatro, sino del poder. Del poder de verdad. De un poder aterrado que, ante la inminencia cierta del Apocalipsis, quizá empieza a descreer de su propio cuento de hadas austeras. Y es que Alemania jamás hubiera salido de la recesión de principios de siglo solo con sangrías salariales. Sin la bendita inflación de sus clientes, sus exportaciones nunca habrían despegado. Y por su propio bien, ahora le conviene devolvernos la gauchada que dicen en Argentina. Porque Berlín dispone de una palanca a fin de reducir en el acto nuestros costes: aumentar los suyos. Así, iría siendo hora de olvidar todas esas historias para asustar a los niños con el coco de la República de Weimar.
Si Alemania se propusiera, por ejemplo, doblar a escala doméstica la tasa de inflación de España, nuestra economía empezaría a ver la luz. Sin por ello alterar los objetivos de precios fijados por Draghi al conjunto de la Unión. Y lo más importante, sin necesidad de administrar nuevas dosis de dolor a la población. Ésa, la de conjugar expansión en el norte y contención en el sur, no sería la única vía, aunque sí la única posible. Al menos, mientras Merkel continúe ahí. Lo otro, persistir en la senda actual, solo aboca a refutar a Niels Bohr, el físico nuclear. Es célebre su frase de que "resulta muy difícil hacer predicciones, y más sobre el futuro". Pero, superados los seis millones de parados y con el Estado en bancarrota, ¿quién no adivinaría el de la democracia?