La economía española se ha despertado con un dato que, por recurrente, no deja de ser menos dramático. Al contrario, cada mes que pasa es más sangrante y preocupante la tasa de paro. Hay más trabajadores que nunca sin trabajo, y relativamente ya estamos a una sola décima de nuestro peor momento, en plena era González, poco antes de que con el Gobierno Aznar entráramos en una era de prosperidad y creación de empleo que no ha tenido igual en la España democrática.
Los economistas hace tiempo que saben que todo impuesto inhibe aquella actividad que grava. España no necesita consumir sino ahorrar para pagar las deudas que hemos acumulado y financiar las inversiones que nos puedan sacar de la crisis. Además, hay que frenar la sangría del paro. En ambos casos los impuestos –se les llame así o no– tienen un papel clave. Si se suben los impuestos al consumo y se bajan al ahorro se logrará el primer objetivo. Si se bajan los impuestos al trabajo, llamados cotizaciones sociales, se contratará más.
Del mismo modo que abaratar el despido es una forma de abaratar la contratación, aún más importante sería reducir el principal coste que impone el Gobierno a las empresas cuando adquieren los servicios de un nuevo empleado: las cotizaciones sociales. El problema reside en que en tal caso nuestro insostenible sistema piramidal de la Seguridad Social aceleraría de forma dramática sus problemas. La solución que han adoptado muchos países europeos ha sido incrementar otros impuestos, generalmente los indirectos, para sufragar las pensiones y así no seguir penalizando el empleo con unos impuestos que no se pueden traducir sino en más paro.
El Gobierno ha anunciado que planea hacer eso mismo en 2013. No es nada nuevo: Alemania ya lo hizo en 2007, por ejemplo. Con ello se incrementarán el ahorro y la inversión y se reducirá el coste del empleo. El problema es que esta sensata medida viene ahora en forma de anuncio de futuro, cuando lo racional hubiera sido aprobarla en el primer Consejo de Ministros y no incrementar otros impuestos como ha hecho desde entonces el Gobierno.
El problema del necesario ajuste que el Gobierno está llevando a cabo en España es que se está cargando en demasía en los agotados hombros de la economía privada, que ya ha hecho su propio ajuste, cuando debería ser el sector público quien se responsabilizara de la práctica totalidad de la reducción de su propio déficit. No puede ser que cuando una crisis nos obligue a todos a apretarnos el cinturón, quien menos se lo apriete sean las administraciones públicas.
Tanto ésta como muchas de las demás medidas anunciadas por De Guindos muestran que en el Gobierno hay un plan coherente para sacarnos de la crisis, no sólo reformas necesarias, pero que en ocasiones no parecen suficientemente coordinadas. Es una lástima que, sabiendo con tanto tiempo que tendría la responsabilidad de gobernar, no nos las hicieran saber desde el primer día, y no estén ya en marcha. Pero mejor tarde que nunca.