Que si hace falta intervenir una autonomía, se intervendrá, acaba de sentenciar Montoro. Otra vez el tremendismo, el matar moscas a cañonazos, la afición tan castiza a convertir la política en alarde testicular cara a la galería. Humo de pajas, huelga decir. Pues ninguna autonomía va a ser intervenida. Entre otras razones, porque ley alguna prevé cómo hacerlo. Empezando por el célebre artículo 155 de la Carta Magna, igual que tantos otros, redactado con los pies. Críptico brindis al sol de imposible eficacia más allá de esas estériles proclamas retóricas tan del gusto de la afición. Infinitamente más concisa, la Constitución de la República sí habilitaba al Estado para imponer su autoridad allí donde fuese puesta en entredicho por un poder subalterno.
Bien se lo hizo saber don Alejandro Lerroux a la Generalitat cuando la sublevación de 1934. No es el caso, sin embargo, de la actual. De ahí que no haya un solo jurista de algún prestigio, ni uno, que se atreva a asegurar que el Ejecutivo resta legitimado para disolver los órganos de una comunidad previo aval del Senado. Así las cosas, tras el preceptivo recital de poses gallardas y el toreo de salón a lo Montoro, a lo sumo, el Gobierno podría impartir instrucciones a fin de que se apliquen sus mandatos. Instrucciones y nada más que instrucciones. Si no se cumplieran, esto es, si la rebeldía deviniera en contumacia, sépase que queda proscrito de modo expreso cualquier recurso a la fuerza.
Un supuesto únicamente posible previa declaración del estado de sitio por el Parlamento. Entonces, se preguntará el lector, ¿en qué cosiste la tan cacareada intervención? La respuesta es desoladoramente simple: en puridad, nadie lo sabe. Como nadie ignora, por cierto, cuál habría de ser el muy raudo veredicto del Tribunal Constitucional llegado el caso. Y mientras se pone en cartel la novísima comedia jacobina, la Lofca, esa genuina bomba de relojería, permanece ajena a toda discusión. Pocas normas más herméticas, más crípticas, más ininteligibles, más nefastas que ésa. Y es que el problema no son las autonomías sino su perversa financiación. Surtido carrusel de incentivos a la prodigalidad que ni el diablo hubiera ingeniado mejor. Crucemos entonces los dedos, a ver si Mas, Griñán & Cía se apiadan de nosotros.