La vorágine de los acontecimientos políticos y, más aún, la volatilidad de los mercados financieros ocultan muchas veces los elementos de fondo que se encuentran detrás de las decisiones de los gobiernos, más aún si éstos se conducen con alguna torpeza en lo que a la comunicación se refiere –como está siendo el caso del presidido por Mariano Rajoy– y se enzarzan, a través de sus subalternos, en discusiones de rango menor que en nada ayudan a clarificar sus decisiones. En el caso de la política económica esto suele ser más grave, principalmente porque, contra lo que mucha gente cree, la economía –especialmente en su vertiente agregada o macrosocial– se comporta de una manera compleja, difícil de aprehender a través de la intuición y alejada de la experiencia personal que proporcionan los asuntos familiares.
Esto es lo que se puede advertir en nuestro caso cuando nos enfrentamos a las decisiones de política presupuestaria que ha adoptado el Gobierno en las últimas semanas. Su opción básica ha estado determinada por la decisión de rebajar sustancialmente el déficit de las Administraciones Públicas, para lo que ha arbitrado un presupuesto severamente restrictivo, además de un procedimiento para que las Comunidades Autónomas puedan reducir sus gastos sanitarios y educativos y contribuir así a la contracción del gasto público. Inmediatamente esta decisión ha sido discutida por la oposición socialista y comunista, donde, al parecer, predomina la creencia de que, cuando la demanda privada se encamina por la senda del declive, entonces es obligada y posible una ilimitada expansión del gasto estatal, financiada mediante la emisión de deuda. Y como en el Gobierno, al parecer, nadie es capaz de explicar que esta versión izquierdista de las ideas de Keynes está profundamente equivocada, entonces hay una parte de nuestros conciudadanos que, viendo sus bolsillos cada día más vacíos, se quedan con la duda o se adscriben con entusiasmo al recetario del keynesianismo bastardo.
Tal vez alguien con autoridad y pedagogía debiera haber recordado desde el Gobierno que allá por 1936, cuando Keynes publicó su Teoría General, el tamaño relativo del sector público en los países capitalistas avanzados, según Angus Maddison, aún no rozaba el 28 por ciento del PIB, promedio éste que, si se prescindiera de la Alemania nazi y del Japón del Mikado, se quedaría bastante por debajo de la cuarta parte del tamaño global de la economía. La expansión del gasto público en un par de puntos porcentuales del PIB para afrontar las recesiones severas era entonces posible, entre otras cosas, porque encontraba pocos límites a su financiación mediante las emisiones de deuda pública. Pero cuando la dimensión de los Estados alcanza niveles que casi doblan el que acabo de mencionar, las restricciones financieras aparecen rápidamente si el volumen del déficit público es suficientemente grande. Y esto es lo que ha ocurrido en el caso de España cuando, debido a la insensatez y a la demagogia con la que se condujo el gobierno presidido por Zapatero, el déficit superó una cifra equivalente al 11 por ciento del PIB. Era el año 2009 y el sector público español requería el 46 por ciento de los frutos del trabajo y el capital de los españoles para su funcionamiento.
Han sido, por tanto, las restricciones financieras las que han determinado la insostenibilidad del déficit y las que han obligado a emprender la dolorosa senda del ajuste fiscal. Por cierto que esto ya lo llegó a comprender Zapatero –forzado, sin duda, por la amenaza de la quiebra–, quien se vio obligado, en la primavera de 2010, a imprimir un giro restrictivo a la política macroeconómica. Pero lo hizo a regañadientes, sin una voluntad política firme y practicando un oscurantismo en las cifras que acabó siendo contraproducente; y fue por ello, por lo que sus realizaciones se quedaron a mitad de camino, de modo que la consolidación fiscal prometida, en vez de ser de 5,1 puntos porcentuales del PIB hasta 2011, llegó tan sólo a 2,6 puntos.
El gobierno de Rajoy, por el contrario, se ha comprometido a imprimir un ritmo más intenso al ajuste fiscal, programando una caída del déficit de 5,5 puntos porcentuales del PIB en dos ejercicios. De ahí que los presupuestos de este año –cuya tardía presentación ha sido, en mi opinión, un error político– incluyan subidas impositivas y, sobre todo, recortes en el gasto que, añadidos a los que se verán forzadas a asumir las Comunidades Autónomas, debieran dar lugar a una reducción global del déficit público equivalente al 3,2 por ciento del PIB.
Pero la explicación de la estrategia del ajuste fiscal no se limita a la cuestión financiera; no sólo se refiere a la existencia de un elevado riesgo de suspensión de pagos y a la consiguiente intervención externa de la economía. Es también una estrategia de salida de la crisis a través del fortalecimiento del sistema económico. Esto lo han estudiado bien los economistas del Fondo Monetario Internacional (FMI) mediante el análisis retrospectivo de los procesos de consolidación fiscal en 17 países durante el período que media entre 1978 y 2009. Sus conclusiones merecen ser tenidas en cuenta para comprender que las políticas de reducción del déficit público conducen a una mejora de la competitividad que se expresa en una ganancia de cuotas de mercado para las exportaciones, lo que, además de corregir el déficit exterior, proporciona una salida al crecimiento basada en la demanda foránea. Los economistas advertirán enseguida que, a través de esta conexión entre el déficit público y el déficit exterior, las políticas de ajuste fiscal se transforman en políticas de demanda, tal como propugnan los keynesianos, pero no a la manera de la Teoría General, sino a la que ha explicado el profesor de la Universidad de Kent, Anthony Thirlwall –a quien corresponde el mérito de haber formulado una ley fundamental del crecimiento económico, según la cual, a largo plazo, éste se encuentra restringido por el equilibro entre las exportaciones e importaciones de bienes y servicios–.
Señalemos las principales conclusiones del FMI sobre las consolidaciones fiscales en los países que, como España, forman parte de un área monetaria unificada y no pueden manipular el tipo de cambio. Éstas, señalan, son amargas porque reducen el PIB y aumentan el desempleo –en concreto, una disminución del déficit público de un punto porcentual del PIB hace caer el tamaño de la economía medio punto porcentual al cabo de dos años e incrementa el paro en un 0,3 por ciento–. La contracción de la actividad económica y la del empleo tienen, a su vez, dos efectos relevantes para la recuperación posterior: por una parte, disminuye la demanda de importaciones; y por otra, conduce a una compresión de los precios y salarios –a una devaluación interna– que mejora la competitividad y hace incrementarse las exportaciones. El saldo entre estos dos efectos es favorable para el equilibrio exterior, de manera que, por cada punto de consolidación fiscal, se produce un aumento permanente de 0,5 puntos en la cuenta corriente. Y, dado que ésta expresa contablemente la diferencia entre el ahorro y la inversión, la mejora del sector exterior afloja las necesidades de financiación foránea de la economía. Queda claro, por tanto, que la del ajuste del sector público, es una estrategia de salida para la crisis. Con costes importantes y con sufrimiento durante varios años, sin duda, pero con un mensaje de esperanza para un futuro no tan lejano. Que aquellos puedan hacerse soportables y que ésta pueda adelantarse, dependerá del acierto gubernamental al diseñar los recortes del gasto público o los aumentos de la carga impositiva, pues la economía enseña que no todas las partidas presupuestarias son iguales a estos efectos. Pero este es un tema que, para no cansar al lector que haya llegado hasta aquí, habrá que dejar para otra ocasión.