Decía Keynes, y sabía muy bien lo que decía, que los políticos pragmáticos, seres que se creen libres de toda influencia intelectual, en realidad suelen ser esclavos de algún economista muerto. Contra lo que barruntan gnósticos y conspiranoicos a diestra y siniestra, el ascendiente institucional de la simple necedad es infinitamente mayor que el del dinero, el de los lobbies o el de los poderes que se dicen fácticos. Sin ir más lejos, es lo que ocurrió con el diseño de los cortafuegos del tratado de Maastricht para prevenir las crisis en la Unión. La obsesión monotemática con el gasto, tedioso mantra de Bruselas y sus epígonos nacionales, responde a esa realidad.
A fin de cuentas, lo que late tras la paranoia del gasto público es la superstición, tan falaz, de que solo el Estado sabe engendrar desastres económicos. Sin embargo, países como España o Irlanda, ejemplares en su disciplina fiscal hasta el huracán de 2007, encarnan la prueba de lo contrario. Y es que los comportamientos privados pueden llegar a ser tan nocivos como los del gobernante más necio. No estaríamos donde estamos si esos cráneos privilegiados hubiesen reparado en que las genuinas bombas de relojería eran el crédito y la balanza comercial, no el gasto público. Y, hoy, tras la presentación de los Presupuestos, seguimos en las mismas.
A estas horas, una legión de arbitristas, el más clásico de los clásicos españoles, sienta cátedra en tertulias y barras de bar sobre cómo recortar un poco más ésta o aquella otra partida de las cuentas. Nadie parece reparar en que el verdadero problema de la deuda pública es la deuda privada. Algo, la incestuosa, inextricable relación de promiscuidad entre finanzas particulares y Estado, que es lo que en verdad inquieta a los mercados. Al cabo, la deuda nominal del Reino de España, unos 711.000 millones de euros, resulta aún manejable. Nada del otro jueves. Pero los avales y garantías a terceros – bancos, cajas, autonomías, Fondo Europeo de Estabilidad, BCE...– que con temeraria alegría ha ido firmando el Ejecutivo ya rondan... 1,7 billones de euros. Toda una carta de suicidio a fecha fija. Así las cosas, seguir gastando saliva con la cantinela de la austeridad será perder el tiempo. Todavía más.