Las huelgas generales tienen un difícil encaje en las sociedades abiertas contemporáneas. Lejos de ser un instrumento para la defensa de los derechos de los trabajadores, han devenido en un arma de lucha política, ajena a los mecanismos de la democracia representativa que rigen una convivencia civilizada. Por muy legal que sea la convocatoria, faltaría más, cabe cuestionar su legitimidad.
Más si dirigimos la mirada a los convocantes. CCOO y UGT, corresponsables de la desastrosa gestión de Zapatero, desempeñan un papel en eso que se ha venido a denominar ‘agentes sociales’ que nada tiene que ver con la voluntad de los trabajadores –su afiliación apenas supera el 5%–, sino de una función otorgada por el Estado desde una visión corporativista de la sociedad, puramente fascista –desde un punto de vista teórico– y heredada del régimen franquista: los sindicatos verticales. Hasta que no se financien con las cuotas de sus afiliados y compitan entre ellos por representar al mayor número de asociados no serán organizaciones eficientes ni útiles para la sociedad. Ni siquiera decentes.
En España, además, carecemos de una ley de huelga. Una tarea pendiente desde 1978 que ningún Gobierno – de izquierdas, de derechas o mediopensionista– ha tenido a bien llevar a cabo. De momento, parece que el de Rajoy tampoco está por la labor. Es una norma imprescindible para combatir las coacciones de los piquetes. Calificarlos de "informativos" es un chiste macabro, digno de la mejor tradición del humor negro español. A la espera de la Ley de huelga, corresponde al Ministerio del Interior y a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado garantizar que ni un solo ciudadano vea coartado su derecho a trabajar el 29 de marzo.
Todos los matones que pretendan violentar la libertad de los españoles para circular por las carreteras, utilizar el transporte público, abrir su comercio o simplemente tomarse una caña deben ser enviados al banquillo de los acusados. Todos sin excepción. Ese es el reto que tiene ante sí el Gobierno.
La justificación de la huelga general es, por lo demás, un insulto intolerable a los millones de personas que han perdido su empleo en los últimos años. La reforma laboral es la más atinada de las presentadas por el ejecutivo de Rajoy. El drama del paro resulta insoportable y tiene mucho que ver con la extrema rigidez del mercado laboral, que es precisamente lo que los sindicatos no quieren tocar. Camino de los seis millones de parados y con una tasa que casi dobla a la de Portugal, señores Toxo y Méndez, los españoles no estamos para bromas.