Antes de una crisis económica como la actual, casi cualquier cliente bancario habría contestado lo mismo: "Sí, confío en mi banco de toda la vida".
Actualmente muchos clientes de muchas entidades financieras no opinan lo mismo, máxime si están sufriendo en su bolsillo los efectos de confiar ciegamente en su director. Podemos recordar noticias sobre las cuotas participativas de la CAM, participaciones preferentes, planes de pensiones o fondos de inversión que arrojan pérdidas tras años ahorrando, bonos estructurados de Lehman Brothers comercializados por bancos españoles y un largo etcétera de productos colocados inadecuadamente.
No se trata de atacar a los empleados de banca, que en su mayoría son grandes profesionales de las finanzas. Lo que ha fallado estrepitosamente son los incentivos: si a un director se le paga por cumplir con un presupuesto y vender determinados productos financieros, y no se le tiene en cuenta la calidad de su asesoramiento, lo normal es que premie vender a asesorar.
Es cierto que ni todos los bancos tienen las mismas políticas comerciales ni todos los directores dejan de lado las necesidades de su clientela, pero es algo demasiado generalizado en la banca dejar en último lugar al cliente en la estrategia de negocio.
Una gran parte de los usuarios de banca son ahorradores prudentes que no quieren arriesgar su capital. Muchos se conforman con no perder (teniendo en cuenta el efecto de la inflación); a este tipo de clientes el mejor producto que se les puede ofrecer es un depósito a plazo fijo rentable. Y sin embargo se le intenta colocar otro tipo de productos de ahorro, desde los pagarés o los fondos de inversión garantizados, pasando por otro tipo de inversiones aún más arriesgadas. Y al final, siempre resulta que esta oferta se hace porque interesa más al banco, no al cliente.
Si tenemos la suerte de haber establecido una relación de amistad con el empleado bancario, es muy probable que acudir a él para solucionar nuestros problemas tenga sentido. Hay mucha gente que se mueve de oficina (e incluso de banco) en función del director o gestor bancario, en base a esta relación de confianza. Si el bancario no nos conoce, acudir a una oficina a plantearle nuestros problemas o a que nos asesore puede no ser una solución, sino el inicio de otro problema. Además el director actual cada vez tiene menos tiempo y menos atribuciones (capacidad de aprobar operaciones o quitarnos comisiones sin pasar por un superior jerárquico), con lo que por mucho que quiera no nos solucionará adecuadamente nuestras peticiones.
Y si el problema que tenemos es con el banco, acudir a nuestro director es, casi con toda seguridad, una pérdida de tiempo. Si nos han cobrado una comisión que no corresponde o perdemos dinero en un producto que nos dijeron nunca fallaba, sentarnos en el despacho del gestor de la sucursal, salvo que tenga capacidad y voluntad de ayudarnos, no servirá de mucho. Es un primer paso, pero seguramente tendremos que presentar una reclamación al defensor del cliente de la entidad (figura que en demasiadas ocasiones supone más una traba burocrática que un defensor de los intereses del cliente).
Si lo que decide el defensor del cliente no se ajusta a lo que consideramos justo, podemos entonces acudir al Servicio de Reclamaciones del Banco de España. Y, finalmente, nos quedará la vía judicial si los abogados le ven posibilidades jurídicas a la reclamación.
Para evitar problemas, cuya solución ya hemos visto que es larga y compleja, tenemos que tener en mente siempre una premisa: nunca depositemos nuestro dinero en productos que no entendamos perfectamente, por mucho que nos digan que son rentables y seguros.
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