Y cuando digo "España", me estoy refiriendo a cualquier país que esté atravesando una crisis económica derivada de, por un lado, un exceso de endeudamiento (público o privado) y, por otro, de una acumulación de planes empresariales equivocados. Toda sociedad que se encuentre en esta coyuntura sólo será capaz de salir definitivamente de la crisis cuando, primero, haya amortizado parte de su excesiva deuda (sobre todo la dedicada a financiar proyectos no rentables) y, segundo, haya reajustado parte de su aparato productivo desde negocios que hayan dejado de generar valor a otros que pasen a hacerlo. Es decir, la superación de la depresión pasa por incrementar el volumen de ahorro en una comunidad, ya sea para reducir su endeudamiento o para financiar nuevas inversiones.
Sin embargo, la mayoría de la gente sólo quiere oír hablar de "nuevas inversiones", pues al parecer esto es lo que se traduce inmediatamente en puestos de trabajo. Por ello, cuando uno exhorta al ahorro tanto del sector público como del sector privado, inmediatamente debe responder a la pregunta ¿ahorrar para invertir dónde? Si en un país no existen oportunidades de inversión, promover la austeridad parece suicida: dejamos de gastar en unas partes de la economía sin proceder a hacerlo en otras.
En este punto, sin embargo, conviene regresar a los principios más elementales de la Economía. Un individuo, una empresa o un Estado son capaces de generar riqueza mediante el endeudamiento si la tasa de rentabilidad de su inversión es superior al tipo de interés que han de abonar por la deuda. Por ejemplo, si una compañía emite un bono por el que pagará durante una década un tipo de interés del 5%, deberá buscar proyectos de inversión cuya rentabilidad media sea, al menos, de un 5% al año.
Recordemos que el tipo de interés que exigen los prestamistas no es más que la compensación por retrasar la satisfacción de sus necesidades y por arriesgarse a no recuperar su capital: por tanto, si la inversión es incapaz de generar unos bienes o servicios futuros con el suficiente valor como para hacer frente a los pagos de intereses, más les valdría, tanto al deudor como al acreedor, que ese proyecto no se hubiera iniciado nunca. Al acreedor, porque no ha obtenido los intereses mínimos que le compensaban ahorrar a tan largo plazo y asumir tantos riesgos; al deudor, porque se descapitaliza pagando unos intereses superiores a los rendimientos que genera su inversión.
Así las cosas, la mejor inversión que puede acometer una persona, una empresa o un Estado que dilapide su capital en proyectos con una tasa de rentabilidad inferior al tipo de interés que debe abonar por la deuda es... dejar de endeudarse. Por ejemplo, si un Gobierno pide prestado dinero al 5% y no es capaz de invertirlo a más del 1% (porque no existen proyectos con mayor rentabilidad dentro de esa economía o porque él no los conoce), ese Gobierno estará experimentando unas pérdidas del -4%. ¿Cuál sería su inversión más rentable? Dejar de endeudarse paralizando la inversión improductiva que lastra sus finanzas y que sufraga con tipos de interés excesivos: de ese modo lograría unas ganancias del 4%, muy superiores a cualquier otro proyecto de esa economía.
Por ejemplo, la deuda pública española a 10 años cotizó en 2011 a unos tipos de interés de entre el 5% y el 6%. ¿Conocen usted alguna otra inversión productiva que pueda realizarse a gran escala en España y que proporcione una rentabilidad anual segura de entre el 5% y el 6%? Yo no, salvo el muy rentable ejercicio de la austeridad. Precisamente, una de las mejores inversiones que podría haber realizado nuestro Gobierno es no haber gastado y no haberse endeudado tanto como lo hizo: los frutos de esa decisión se traducirían a partir de 2012 en un ahorro de entre 4.000 y 5.000 millones de euros en concepto de intereses; algo así como el doble de beneficios que obtuvo una multinacional como Repsol. Nada mal.
Lo mismo sucede con los agentes que se hayan endeudado en exceso para ejecutar inversiones improductivas y que, por consiguiente, están condenados a pagar tipos de interés muy altos por esos pasivos. Aunque esas personas o empresas no conozcan de ningún nuevo proyecto empresarial rompedor, sí tienen a su alcance un uso muy rentable de sus ahorros: reducir anticipadamente sus deudas evitándose así el pago de intereses futuros.
Por supuesto, los habrá que consideren que la rentabilidad del gasto público debería medirse no por la rentabilidad directa del proyecto del sector público, sino por sus efectos multiplicadores sobre la rentabilidad de otros negocios en el sector privado. Verbigracia: el Plan E podría haber sido una ruina absoluta, pero, al hacer circular el dinero, quizá contribuyó indirectamente a generar riqueza en otras zonas de la economía que compensaran los pagos de intereses de la deuda. Quienes así razonan no se dan cuenta de que "hacer circular el dinero" mediante el déficit público equivale a obligar forzosamente a toda la sociedad a que se endeude todavía más de lo que ya lo está (tanto a quienes saben qué uso hacer de ese endeudamiento como a quienes no saben qué uso hacer de él), y la obliga a endeudarse a un coste carísimo: con tal de que el crédito llegue a la ciudadanía, el Gobierno lo despilfarra en un primer momento. Sería mucho más razonable y efectivo que aquellas personas que lo deseen y que observen auténticas oportunidades de inversión demanden directamente el crédito, en lugar de distribuirlo aleatoriamente por la puerta de atrás después de haberlo dilapidado en proyectos no rentables. Claro que facilitar que el crédito fluya sólo a donde tiene que fluir obligaría a reconocer que lo que necesitamos, antes que nada, es ahorrar y sanear nuestra situación financiera para que los bancos vuelvan a tener capacidad de prestar y, sobre todo, para que los demandantes de crédito vuelvan a ser solventes y deudores confiables.
En definitiva, no es verdad que en una economía hiperendeudada y con el tejido productivo desestructurado no existan usos rentables que justifiquen la restricción de los gastos y el incremento del ahorro: el no seguir endeudándonos o el amortizar nuestras deudas pasadas es una inversión que puede llegar a ser tremendamente rentable en ciertas coyunturas.