Rajoy parece más preocupado por la eventual celebración de una huelga general que por la necesidad de una urgente y profunda reforma laboral. No se entiende, si no, que en lugar de liberalizar un encorsetado mercado laboral que tanto disuade la contratación, haya preferido prorrogar estérilmente un diálogo social que lleva años mareando la perdiz.
Lo peor que podría ocurrir es que, por la paz, Rajoy tuviese al final guerra y deshonor; es decir que, por tratar de evitar una huelga general, el Gobierno del PP saque adelante una reforma laboral tan tardía como insuficiente que, para colmo, tampoco evite que los sindicatos dejen de celebrar su preceptiva protesta. Dado que los sindicatos ya celebraron una huelga general con ocasión del simulacro de reforma aprobado por Zapatero, Rajoy, más que temer que se la organicen a él, debería darlo por descontado. Y asumirlo. Al fin y al cabo, es Rajoy quien tiene la legitimidad para gobernar y la obligación de hacerlo.
Lo peor es que esa falta de convicción de Rajoy también se evidencia en otras áreas de su política autonómica. Así su otrora negativa a que los socialistas incluyeran la subida de impuestos como forma de atajar el déficit -cuando este era muy superior al que tenemos ahora- ha dado paso a un brutal y contraproducente aumento de la presión fiscal, justificado por la cínica constatación de que el ajuste llevado a cabo por los socialistas no ha sido lo suficientemente grande como para reducirlo al comprometido 6% del PIB. Es más; la propia valoración que Rajoy tiene del déficit se ha vuelto difusa. Sus proclamas, que sostenían que la primera obligación de un gobernante es ajustar sus gastos a sus ingresos, daban la impresión de que su convicción a favor del equilibrio presupuestario era aun más exigente que los imperativos europeos que aun son condescendientes con cierto nivel de exceso. Sin embargo, esa convicción, que antes parecia ser propia, ha pasado a ser presentada como exigencia de nuestros socios, ante la cual no sabemos si Rajoy quiere aceptarla o renegociarla. Las contradicciones protagonizadas por Montoro y De guindos no quitan la responsabilidad de Rajoy en este asunto.
En este sentido, Rajoy no sólo está dejando que cale en la opinión la falsa incompatibilidad entre ajuste de las cuentas públicas y crecimiento económico, sino que él mismo parece atrapado en ese falso dilema. Naturalmente si la reducción del déficit pasa necesariamente también por el aumento de impuestos, -tal como él pretende hacernos creer- este ajuste será contractivo y contraproducente para el crecimiento económico. No lo sería, sin embargo, si el ajuste, en lugar de hacerlo mediante subidas de impuestos, se hiciera única y exclusivamente por la reducción o supresión de la financiación pública de actividades improductivas que Rajoy ha dejado sin recortar, como es el caso, por cierto, de las cuantiosas subvenciones que Patronal, sindicatos y partidos políticos van a seguir percibiendo. Pero es que además, el déficit público, no estimula sanamente el crecimiento económico, tal y como evidenció el ruinoso dopaje que constituyó el plan E. Los que abogan por cierta flexibilidad en la lucha contra el déficit en pro del crecimiento económico, olvidan que este déficit absorbe el poco crédito disponible del que tan necesitadas están las empresas para el sostenimiento y la creación de puestos de trabajo.
La política de Rajoy ha cerrado el grifo para que las administraciones públicas puedan crear puestos de trabajo; pero no se lo ha cerrado lo suficiente ni ha llevado a cabo reforma liberalizadora alguna como para que sean los empresarios privados los que se ocupen de esos menesteres.
Así las cosas, más le valdría Rajoy llevar a cabo profundas reformas estructurales que contrarresten los nocivos efectos de su subida de impuestos. Más que temer las protestas que puedan protagonizar unos desacreditados sindicatos en protesta por una más que necesaria reforma laboral, lo que debe temer Rajoy es al aumento del paro al que, por ahora, nos está conduciendo.
Rajoy no debe temer una huelga general, sino asumirla. Es él el que tiene la legitimidad para gobernar