Nadie se atreve a poner en cuestión el Estado del Bienestar, y por eso los socialistas de todos los partidos adulteran el asunto presentándolo como si el único problema de dicho Estado fuera "cómo lo pagamos". Tanto la retórica colectivista ("lo pagamos") como los mensajes ("salvemos la sanidad pública", etc.) apuntan a identificar la coacción política y legislativa con facetas características de la sociedad civil y los contratos voluntarios en el mercado. Al ser incuestionable el Welfare State, su análisis sólo pasa por aspectos organizativos y de gestión, como si el Estado fuera un tema de management o de urgencia solidaria que afectara a ciudadanos que tienen intereses en común, como una familia, una empresa o un club. En ese contexto de confusión se plantea el copago, que padece tres distorsiones.
En primer lugar, la que acabamos de mencionar: al tratarse al Estado como si fuera un club, entonces ante una situación crítica los socios deben acordar "cómo pagamos", "qué sacrificios hacemos", y "cómo salimos de esta crisis". Pero el Estado no es un club porque puede obligar a la gente a pagar, y hasta puede encarcelar a quien no pague. Esa coacción es, por cierto, y al revés de lo que se supone habitualmente, lo que priva al Estado de contenido ético plausible: no existe ninguna virtud en hacer cosas buenas si se hacen con bienes extraídos a la fuerza a una ciudadanía que no tiene otra alternativa que pagar. Por tanto, es una falacia alegar que como ha caído la recaudación entonces la sanidad pública es insostenible y resulta imprescindible obligar a la gente a pagar aún más.
La segunda distorsión es defender el copago no por motivos recaudatorios sino de eficiencia. Se dice que como la sanidad es "gratis", o parece serlo, se incentiva la conducta (perfectamente racional, por otra parte) del público a sobreutilizarla. La eficiencia requeriría ponerle un precio a lo que parece gratis, de modo que se moderara el consumo. Pero esto es lo que hacen los seres humanos libres, lo hace el mercado: los precios son las señales que nos orientan en nuestras compras y hacen que sean razonables, moderadas y ajustadas a nuestras ilimitadas necesidades y nuestros limitados presupuestos. Si pensamos que la redistribución coactiva conduce a la ineficiencia, habría que suprimirla por completo, y permitir que los recursos fueran asignados libremente en el mercado. Como nadie quiere hacer eso, que no nos vengan con el cuento de que el copago tiene una razón técnica de eficiencia en la asignación de unos recursos que jamás se plantea devolver a sus legítimos propietarios.
La tercera distorsión es la que afirma que el copago es una medida "justa". Este es un punto que apela al sentido común y es ampliamente compartido por personas de toda ideología y condición. En efecto: ¿cómo es posible que los jubilados con la pensión máxima no paguen absolutamente nada por los medicamentos? ¿cómo es posible que los ricos y los pobres paguen lo mismo en educación? etc. etc. La conclusión parece obvia: los ricos tienen que pagar más, y por tanto el copago es algo muy justo siempre que paguen más los que más tienen.
Sin embargo, los equívocos que rodean a esta idea son tan copiosos como los que aquejan a las otras dos. De entrada, quitarle a la gente el dinero de modo progresivo no es "más justo" que quitárselo de modo proporcional. ¡Lo más justo es no quitárselo de ninguna manera! La fiscalidad progresiva no es justa sino políticamente atractiva: el ciudadano medio puede pensar que lo que le quitan está justificado si a otros que ve como más ricos les quitan aún más. Por eso el Estado recurre al argumento de la discriminación, intentando probar que sus violaciones de la libertad operan siempre en aras del bien común (esto lo hace con el dinero y con todo: por ejemplo, viola la libertad de los fumadores pretextando que esa libertad vale menos que la salud pública, etc.).
En el mercado, los precios de los bienes y servicios son los mismos para todos los compradores, independientemente de su renta o riqueza. Si varían éstos, entonces los ciudadanos cambian el destino de sus compras (si compran los mismos objetos que antes, serán probablemente más caros y mejores), pero las cosas nuevas que se compran también tienen los mismos precios para todos los compradores. Precisamente como el Estado viola esta norma del mercado libre con la excusa de que no puede discriminar entre los ciudadanos, y a todos tiene que darles, por ejemplo, "sanidad universal y gratuita", el resultado es la explosión incontenible de los costes, y finalmente la discriminación del copago, que niega tanto la universalidad como la supuesta gratuidad. Cabe añadir que la sanidad y la educación públicas no son universales, porque millones de ciudadanos prefieren utilizar el suministro privado, con lo cual pagan dos veces.
Otra de las características del intervencionismo es la injusticia, la arbitrariedad y el caos de la coacción. El ejemplo del copago lo prueba claramente. Si los ricos tuvieran que pagar más por los medicamentos, por ejemplo, el mismo razonamiento podría aplicarse a muchos otros pagos, oficiales o no, públicos o privados, que no distinguen entre los ciudadanos: además de la patente dificultad de definir quiénes son exactamente los que más tienen o más ganan, o los ricos (la suma de sus bienes, los activos, el patrimonio, el salario, la renta, etc.), ¿por qué no pagan proporcionalmente más los más ricos por el gas, el agua o la luz, o cuando superan los límites de velocidad, obtienen el DNI o el pasaporte, acuden a un notario o registrador, aparcan en sitios prohibidos, o echan gasolina?
No hay que olvidar, asimismo, que los ricos son un bonito señuelo para lo que importa al poder, que es someter a la población. Como los ricos son pocos por definición, y además no les importa nada una sanidad pública que no suelen utilizar ni unos medicamentos que pueden pagar sin reparos, aquí la única forma de que el copago tuviera algún efecto sería, como siempre, descargar su peso sobre la mayoría del pueblo, las llamadas clases medias.
Por último, una de las muestras de la desmoralización que provoca el intervencionismo es que anima el fraude. Si ya existe en una importante dimensión en los servicios públicos, no quiero ni pensar en cómo se extendería si la (inflada) burocracia empieza a discriminar entre los ciudadanos en su acceso a los servicios públicos y a castigarlos todavía más en función de su renta.
Post-scriptum. Terminado este artículo me entero de la airada reacción socialista ante la reforma judicial que plantea el pago de tasas si se quiere recurrir en segunda instancia. Alfred l’Écoutant rasgó sus vestiduras clamando por el retroceso en los "derechos" y la "discriminación" en contra de los pobres. Ignoro si se refería a los pobres que no tienen derecho a comprar leche y azúcar a precios más bajos que los que pagan los ricos, o a los pobres que están discriminados porque las políticas socialistas los han dejado sin trabajo.