Muchas de las ideas defendidas por los socialistas premarxistas nos parecen hoy bastante absurdas. Karl Marx, que era un tipo listo pero poco afable y bastante mal intencionado, denominó "utópicos" a los socialistas anteriores a él; porque, en su opinión, no habían conseguido demostrar "científicamente" el proceso histórico que llevaría al hundimiento del sistema capitalista y abriría las puertas al comunismo. Es decir, a aquella sociedad en la que – son sus propias palabras– cualquier persona que lo deseara podría "cazar por la mañana, pescar después de comer, criar ganado al atardecer y criticar a la hora de la cena; todo según sus propios deseos y sin necesidad de convertirse nunca ni en cazador ni en pastor, ni en crítico". No es difícil darse cuenta, leyendo este texto, de que, aunque Marx despreciaba a los socialistas utópicos, su obra está impregnada de sus ideas en un grado bastante más elevado del que él mismo reconocía.
Charles Fourier –no confundir con el gran matemático Jean-Baptiste-Joseph Fourier, estrictamente coetáneo, pero bastante más sensato que nuestro personaje– nació en 1772 en Besançon. Crítico de la sociedad y de la moral tradicional, de la religión cristiana y de la economía de mercado, defendió una organización social basada en cooperativas y comunas autosuficientes. Denominó "falanges" o "falansterios" a estas agrupaciones, que estarían integradas por unas 1.600 ó 1.800 personas cada una; y serían los centros de producción y consumo, en los que estas personas desarrollarían su vida. La gente se integraría en ellas por su propia voluntad. Y en ellas podría vivir felizmente desarrollando su personalidad, y dando vía libre a sus pasiones, que se coordinarían de forma armónica en un mundo sin imposiciones, basado en la cooperación de unos individuos con otros.
Fourier era, sin duda, utópico. Pero –digámoslo claramente– no era un tipo modesto. Estaba convencido de que el mundo se dividía en dos grandes eras: la anterior y la posterior a Charles Fourier. En su libro Teoría de los Cuatro Movimientos escribía: "Yo he demolido veinte siglos de imbecilidad política; y es sólo a mí a quien las generaciones presentes y futuras deberán su inmensa felicidad. Con anterioridad a mí, la humanidad perdió miles de años luchando de forma estúpida contra la naturaleza... Pero yo, poseedor del libro del destino, he roto las tinieblas políticas y morales; y, sobre las ruinas de ciencias inciertas, he construido la teoría de la armonía universal".
¡Gran hombre, sin duda! Pero todos sabemos que también los genios tienen enemigos que, con observaciones malévolas y reflexiones inconvenientes, tratan de ocultar la gloria de los mayores benefactores del género humano. Y a Fourier le sucedió tal cosa. Ya en su época, al estudiar sus ideas, a más de uno se le ocurrió que las cosas no eran tan fáciles como nuestro reformador pensaba. En la vida –argumentaban– hay trabajos agradables; pero otros son muy molestos. Y lo más probable –concluían– es que no se encontraría nunca gente dispuesta a ocuparse de ellos. ¿Habrá, por ejemplo, voluntarios para dedicarse con libertad, alegría y dando rienda suelta a sus pasiones a ser basureros?
La crítica parecía difícil de contestar. ¡Pero Fourier tenía también respuesta para esta objeción! ¿Quién se ocuparía sin quejarse de las basuras y de los desperdicios de todo tipo? ¡Los niños!, respondía nuestro personaje. Todos sabemos –explicaba– de numerosos casos de niños que se sienten especialmente atraídos por la suciedad. Podríamos reunirlos y formar grupos que, con gusto, se encargarían de recoger la basura y realizar otros trabajos que los mayores consideraban repugnantes. El problema aparentemente irresoluble, encontró así una brillante solución.
Es posible que a algunos esta idea les parezca disparatada. Pero esto se debe, sin duda, a que en nuestro mundo materialista y capitalista muchos han renunciado a construir la utopía. Y así nos van las cosas.