Me costaría pensar que en las elecciones que llevaron a la Presidencia del Gobierno a don Mariano Rajoy hubiera motivos muy diferentes al del enunciado. En una elección, el pueblo, mediante el ejercicio de la soberanía que le pertenece, decide cómo y por quién quiere ser gobernado.
Se preguntarán ustedes a qué viene tal consideración. Reconozco que estoy afectado por la pérdida de tiempo en este país con conversaciones inútiles y pasatiempos estériles, mientras los asuntos más trascendentes para la Nación y los españoles esperan por días sin término la luz de ese criterio certero y firme que, unido a la confianza en el quién, motivó en su momento la elección preñada de responsabilidad política.
La situación actual del mercado de trabajo no admite demoras ni componendas; ni bajo pretexto de satisfacer a ciertos actores, cuyos verdaderos objetivos en la escena en la que se les permite participar no son fácilmente perceptibles y, de serlo, producen inquietud en lugar de esperanza, ni para eludir amenazas o chantajes. Si mi opinión es más general que excepcional, entre los que acudimos a las urnas aquel 20 de noviembre de 2011, se podría afirmar, con escaso margen de error, que nuestra voluntad política no se inclinó por programa sindical alguno, ni por programas empresariales casi siempre desconocidos y acomodaticios.
Elegimos a un partido político –en este caso, con una notable mayoría resultó elegido el Partido Popular– para que nos gobernase según su criterio, diseñado a grandes rasgos en un programa y avalado, en lo dicho y en lo no dicho, por quienes conformaban la política de la formación. Esto nos lleva a sentirnos incómodos por la prolongación de unas conversaciones –quizá habría que llamarlas negociaciones, aunque me resisto a ello– con unos interlocutores que, si representan a sus afiliados, es evidente que, cuantitativamente, nada justifica su relevancia en la escena política. Personalmente considero que no son quién para negociar; a lo sumo les concedería la función de informar de cuanto conocen, pero eso se resuelve conversando una mañana.
La gravedad del esperpento se incrementa cuando sindicatos y patronal, a decir del propio Gobierno, están negociando un posible acuerdo para la reforma laboral. Y, perdonen mi violencia, pero, en este caso, me pregunto: ¿y a mí qué? ¿Me tiene que importar lo que negocien? ¿Quién garantiza que el pretendido acuerdo es el que conviene a los intereses de los españoles? En la época de la esclavitud, los tratantes de esclavos y los terratenientes dispuestos a emplearles llegaban siempre a un acuerdo. ¿Puede alguien decir que aquello era un buen acuerdo para todos?
Reconocer las conversaciones entre sindicatos y patronal como un proceso de acuerdo lo considero un error; los votantes esperamos la reforma laboral que los españoles precisan, la cual no tiene por qué coincidir con lo acordado. De hecho, los acuerdos en los últimos ocho años mantienen en la cuneta a más de cinco millones de parados.
¿Debemos seguir esperando el acuerdo?