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Juan Ramón Rallo

El gasto público no estimula la economía

Es del todo ilusorio pensar que brutales incrementos del gasto público pueden sacarnos de la crisis, pues lo que se consigue con ello sólo es dilapidar todavía más capital y agravar la situación del sector privado.

Es del todo ilusorio pensar que brutales incrementos del gasto público pueden sacarnos de la crisis, pues lo que se consigue con ello sólo es dilapidar todavía más capital y agravar la situación del sector privado.

Frecuentemente oímos que el gasto público es esencial para impulsar el crecimiento económico, sobre todo en época de recesión. Si el sector privado no tira del carro, es decir, si el sector privado no gasta al mismo ritmo al que lo hacía antes, será menester que el Estado ocupe su lugar. Y si no lo hace, si es tan imprudente como para constreñir sus desembolsos, entonces probablemente nuestra renta se contraiga de manera extraordinaria: consumismo estatal bueno, austeridad pública mala.

De hecho, una de las frecuentes justificaciones para la monetización de deuda es ésta: si nadie extiende crédito a los países al borde de la insolvencia, no cabe pensar que la solución pase, como en cualquier empresa o familia, por recuperar la solvencia reduciendo el déficit y el endeudamiento total, pues semejante política de austeridad extraordinaria hundiría el sistema económico; al contrario, la monetización de deuda se impone como una necesidad para permitir retrasar tanto como sea posible el ajuste del sector público. Pero, ¿es así? ¿Realmente es tan salvífico el gasto público descontrolado? Y si no lo es, ¿qué efectos tiene sobre el sistema económico?

De entrada es menester recordar qué cabe entender por creación de riqueza. Un individuo, una empresa o un gobierno generan riqueza cuando producen los bienes y servicios que en cada momento del tiempo son más urgentemente demandados por los consumidores. Ya explicamos en otras ocasiones que los precios de mercado son el principal indicio que sugiere la existencia de beneficios potenciales a explotar y que la consecución de esos beneficios es la primera línea de flotación a superar. ¿La segunda? Que esos beneficios sean lo suficientemente cuantiosos como para compensar el tiempo que ha costado obtenerlos: es decir, los beneficios han de bastar para remunerar a los rentistas (que no, que no son vampiros) por diferir su consumo y asumir riesgos.

En jerga financiera suele decirse que una inversión genera valor añadido para los consumidores si su rentabilidad (la relación entre los beneficios y el capital invertido) es mayor que el coste del capital utilizado (generalmente medido a través del tipo de interés). Si esa regla básica de las finanzas se cumple, podemos concluir que el sistema económico está creando en cada instante bienes y servicios más valiosos que cualesquiera otros conocidos que hubiesen podido fabricarse con esos mismos recursos; todas las partes en liza salen ganando –consumidores, capitalistas, trabajadores, proveedores, terratenientes...– y viven felices y comen perdices.

Si, en cambio, esa regla básica se incumple en algunas partes de la economía, es que algunas empresas, familias o gobiernos se están equivocando: los costes de oportunidad de los factores que emplean (incluyendo el tipo de interés, es decir, el coste del tiempo) superan la utilidad de los productos que fabrican; o dicho de otro modo, esos factores poseen un valor mayor en otras partes de la economía.

¿Cumple el gasto público con esta regla fundamental de las finanzas? En muchos casos no. Primero porque muchas inversiones públicas no poseen una rentabilidad monetaria explícita (¿cuáles son los beneficios monetarios de un hospital, una escuela o una carretera?) y, segundo, porque la deuda pública es un fraude que falsea el auténtico coste de capital de las inversiones estatales. Si no conocemos ni la rentabilidad ni el coste del capital de las inversiones estatales, debería ser evidente que no podemos conocer si generan o no riqueza: el Estado está ciego a la hora de distribuir el capital. Ahora bien, que esté ciego no significa, cuidado, que nunca contribuya a generar riqueza. Creo que es bastante evidente que si el Estado monopoliza ciertos servicios esenciales para la comunidad, empezar a invertir en ellos engendrará más valor del que habría generado en otras partes de la economía. No se trata de un análisis detallado, sino de brocha gorda, de brocha muy gorda, y que por consiguiente no puede extenderse para el conjunto de las relaciones económicas (por eso el socialismo fracasa siempre). Es el sector privado el único que puede determinar qué proyectos crean valor y cuáles lo destruyen al efectuar cálculos de rentabilidad y disponer de un coste del capital fidedigno.

Mas, ¿qué sucede en una depresión? Pues que el sector privado, el encargado de llevar la batuta de la inversión, deja de invertir en masa. ¿Y por qué? Podríamos resumirlo en dos motivos: o porque no sabe dónde o porque no puede invertir. El "no saber" se refiere a problemas de información: los empresarios no han descubierto hasta el momento nuevos planes de negocio que generen valor y, mientras, se quedan quietos y expectantes; el "no poder" suele estar ligado a una insuficiencia de capital para implementar las buenas ideas: los agentes están tan endeudados y disponen de tan poco ahorro propio, que no son capaces de implementar todos los planes de negocio que les gustaría. ¿Puede el Estado aportar una solución a estos dos problemas?

Al primero es evidente que no. Si en circunstancias normales el Estado tiene enormes deficiencias de información frente al sector privado, en circunstancias excepcionales esas deficiencias sólo se agravan. Si nadie sabe dónde invertir porque la incertidumbre con respecto al futuro es altísima, mucho menos lo sabrán unos políticos que ni siquiera disponen de una rentabilidad estimada de las inversiones ni tampoco conocen cuál es el coste de oportunidad real del capital que están empleando.

En cuanto al segundo problema, en apariencia el gasto público sí puede aportar una solución... pero sólo en apariencia. El razonamiento es simple: como el sector privado no es capaz de endeudarse para invertir en proyectos rentables, que lo haga el sector público en su lugar; al cabo, el Estado tiene un mayor músculo financiero para captar capital incluso en momentos de penuria. Sin embargo, recordemos que si el sector privado no puede endeudarse es porque ya acumula un exceso de deuda con respecto a la riqueza que es capaz de crear para amortizarla (situación de insolvencia o cercana a la insolvencia). ¿Y con qué amortiza el Estado su deuda? Pues con los impuestos futuros del sector privado: más deuda pública equivale a una mayor deuda privada de carácter fiscal. O dicho de otro modo, el endeudamiento público agrava las dificultades para captar capital del sector privado: y lo hace no ya por el famoso efecto crowding-out, sino por aumentar el apalancamiento real (y deteriorar aun más la solvencia) del sector privado: menor margen para endeudarse y, sobre todo, para ahorrar y amortizar deuda.

El efecto neto de esta política es claramente calamitoso: el sector público dilapida el escaso capital que consigue captar y ahoga todavía más la financiación del sector privado, el único eventualmente capaz de tejer planes de negocio generadores de riqueza. Todo lo cual acontece aun cuando el Estado utilice las resultas de sus emisiones de deuda para prestarlas o distribuirlas entre el sector privado: primero porque lo que necesita gran parte del sector privado es reducir su endeudamiento, no incrementarlo todavía más; y segundo, porque si el Estado no sabe escoger qué proyectos empresariales son los óptimos, tampoco sabrá seleccionar a aquellas personas con las mejores propuestas de proyectos empresariales.

Así las cosas, si la depresión se prolonga durante mucho tiempo y el Estado continúa endeudándose sin ser capaz de generar la suficiente riqueza como para amortizar la deuda pública emitida, su propia solvencia terminará deteriorándose, lo cual se traducirá o bien en una brutal contracción del crédito (si repudia su deuda) o en una brutal depreciación de la moneda (si continúa monetizando su deuda).

En cualquier caso, debería quedar claro que gastar por gastar no genera riqueza. Si el asunto fuera tan sencillo, nunca sufriríamos una crisis económica, porque el extraordinario gasto privado de la época del boom se realimentaría sin fin. Lo que sucede, en cambio, es que sí existen buenas y malas formas de gastar y de invertir los recursos, y el Estado, sobre todo cuando pretende gastar a gran escala (cerca del 50% del PIB de un país), no es capaz de distinguir entre ellas.

Los economistas keynesianos reconocen implícitamente este punto, motivo por el cual todos ellos terminan defendiendo gastos disparatados como guerras, invasiones extraterrestres ficticias, construcción de pirámides o terremotos y otros desastres naturales. En palabras de Keynes: "El endeudamiento para efectuar gastos ruinosos puede enriquecer a la comunidad". Conscientes de que los proyectos generadores de riqueza que puede emprender el sector público son muy escasos –pues o son extremadamente evidentes o es incapaz de localizarlos–, optan por defender lo indefendible: gastar por gastar; proposición idéntica a producir por producir, sea esta producción útil o no lo sea.

El Estado moderno, con su enorme tamaño y competencias, no puede generar riqueza adicional en prácticamente ningún área. Es del todo ilusorio pensar que brutales incrementos del gasto público pueden sacarnos de la crisis, pues lo que se consigue con ello sólo es dilapidar todavía más capital y agravar la situación del sector privado. Al contrario, lo que el Estado hipertrofiado moderno debería hacer durante las crisis es reducir la magnitud de su despilfarro de recursos: adelgazar y cuadrar las cuentas, minimizando los recortes en aquellos sectores que sí contribuyan a crear riqueza; el único problema es que, como decíamos, este último es un cálculo absolutamente de brocha gorda, pues el Estado no cuenta con ninguna referencia de rentabilidad salvo la muy falible intuición personal de sus gestores (la solución óptima, pues, sería abrir al mercado las actividades que monopoliza el Estado, para que empresarios en competencia puedan hacer cálculos acerca de qué negocios o partes de negocios son rentables y cuáles no).

Es cierto que el efecto inmediato de una reducción del gasto público –incluso de aquel que dilapida riqueza– puede ser una contracción de la actividad de algunas partes del sector privado que se relacionaban estrechamente con ese gasto público; por ejemplo, las compañías volcadas en la obra pública o aquellas empresas que subsisten merced a las subvenciones. Pero lo mismo sucedía con las industrias proveedoras de la construcción cuando a partir de 2007 se redujo el gasto privado en la adquisición de viviendas: si una actividad pública o privada debe terminar porque dilapida más riqueza de la que contribuye a generar, obviamente también deben hacerlo todas las industrias adyacentes que giran en torno suyo y que no pueden reorientarse hacia otros sectores productivos. Más que una contracción de lo sano eso significa una deshinchazón de lo insano.

En definitiva, incrementar el gasto público o retrasar su reducción no son en absoluto argumentos para defender la monetización masiva de deuda pública, sino más bien todo lo contrario: razones muy poderosas para rechazarla. Cuanto más sostenemos artificialmente el dañino y pauperizador endeudamiento público, más cebamos nuestra deuda y más capital dilapidamos.

Puede dirigir sus preguntas a contacto@juanramonrallo.com

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