Tan manida, tan cansina, tan repetitiva, otra vez esa tediosa historia de nunca acabar, la reforma de la reforma laboral, el ungüento amarillo –dicen– que nos transmutará en el País de Jauja. Fiel al magisterio del difunto Zetapé, es ahora Rajoy quien insta a sindicatos y patronal a usurpar raudos el papel de las Cortes. Pues, según parece, un artículo arcano de la Constitución prescribe que el poder legislativo en materia laboral recaerá en los señores Méndez, Toxo y Rosell, por ese orden. De ahí que aquellas perentorias medidas urgentísimas que iba a tomar don Mariano ya duerman a estas horas en el limbo de los justos, a la espera del preceptivo consenso gremial. Un apaño corporativo a espaldas del Parlamento que el presidente in pectore ansía consumado para el Día de Reyes. Se ve que al de Pontevedra le pone el carbón.
Al respecto, quizá iría siendo hora de decirle a la gente la verdad. A saber, que ninguna reforma laboral va a crear empleo. Y que, no obstante, urge llevarla a cabo cuanto antes. Porque lo que estaría llamada a traer es, simplemente, un poco de decencia, equidad e igualdad ante la ley en el mercado laboral más discriminador, injusto y corporativista de la Unión Europea. Ese genuino régimen de castas orientales que escinde a los asalariados entre una aristocracia obrera blindada contra los vaivenes del ciclo económico, por un lado. Y por otro, en lo que el viejo Marx llamaría el ejercito industrial de reserva: jóvenes subproletarios llamados a permanecer encadenados de por vida a los contratos temporales y la existencia precaria.
Repárese, si no, en lo muy obsceno de las magnitudes desagregadas del empleo neto destruido en España desde que comenzó la Gran Recesión: 1.640.000 contratos temporales, 610.000 autónomos y...106.000 indefinidos. Una asimetría clamorosa entre indefinidos y temporales, nobleza y tercer estado, que los apparatchiks sindicales ansían perpetuar sin el menor asomo de rubor. Por eso su empecinado repudio del contrato único. Cómo iban ellos a renunciar a su más preciado fuero, el derecho de pernada legislativa que garantiza la inamovible estabilidad a sus vasallos, ocurra lo que ocurra extramuros de su feudo. En cuanto al empleo, jamás renacerá sin descongelar antes la productividad. Pero ése, ¡ay!, es otro asunto.