No va a ser Rajoy, como no lo habrían sido Zapatero o Rubalcaba, quien saque la economía española adelante. Esa fundamental tarea corresponde a los empresarios, a los ahorradores y a los trabajadores tanto nacionales como extranjeros; son ellos quienes han de sanear su situación patrimonial, rehacer sus planes de negocio y, en definitiva, volver a generar riqueza. Así, la misión de Rajoy a partir de hoy no consiste en ser un "buen gestor", sino en dejar de meterles el dedo en el ojo o en la llaga a quienes sí les corresponde y sí son capaces de serlo dentro de sus propias economías: empresarios, ahorradores y trabajadores.
En una economía libre, semejante prescripción equivaldría a que Rajoy se encerrara en La Moncloa e incordiara lo menos posible al personal; en una economía ultraintervenida como la española, significa justo todo lo contrario: los populares, si es que de verdad aspiran a que podamos superar la crisis, tendrán que desfacer todo el entuerto gestado no sólo por el zapaterismo, sino por el dirigismo socialista que ha gobernado este país durante décadas. Y para ello tendrán que pisar muchos callos: los de unos sindicatos ultraprivilegiados, los de los grupos de presión apesebrados y, sobre todo, los de una sociedad española acostumbrada a vivir amamantada por el Estado.
Bien está, pues, que el PP haya ganado las elecciones con una holgada mayoría absoluta. La necesitará. Mas por sí misma la mayoría absoluta no soluciona ninguno de nuestros problemas. Lo que requerimos con urgencia son reformas, no nuevos gestores políticos que no deberían gestionar nada. El momento de la verdad empieza ahora, tanto para una derecha que deberá demostrar si está dispuesta a llegar hasta el final en la senda reformista o, en cambio, opta por dejarnos a casi todos tirados por el camino, como también para una izquierda que tendrá que recomponerse y decidir si aspira jugar la carta del populismo socialista e indignado.
Cambio de Gobierno sin reformas –y sin reformas drásticas– no servirá de nada: ahí está el caso de Passos Coelho en Portugal, cuya prima de riesgo sigue estancada por encima de los 1.000 puntos básicos desde que en junio llegó al poder aun cuando está haciendo caso a las directrices de la Unión Europea. Cambio de Gobierno con reformas sí podría servir: ahí está el caso de Irlanda, que desde julio ha reducido los tipos de interés que paga por su deuda desde el 15% al 8% gracias a que está adaptando su mercado mucho más rápido de lo encomendado por Bruselas.
¿Y qué reformas son ésas? Fundamentalmente la fórmula que ya se ha acredito con éxito en aquellos países que han tenido la gallardía de aplicarla: austeridad pública y liberalización privada. Lo primero significa una reducción muy intensa del gasto público sin castigar vía impuestos a un sector privado que ya se encuentra suficientemente asfixiado por sus deudas: todas las administraciones deberían reducir su gasto a los niveles previos a la burbuja inmobiliaria (y al zapaterismo), lo que, corrigiendo por inflación, implicaría aproximadamente un recorte de casi 100.000 millones de euros. Sólo así despejaremos las dudas sobre la solvencia de nuestro Estado y sólo así el conjunto de nuestra economía dejará de depender de la financiación que ya no nos podemos permitir. Este importantísimo ajuste habría que ponerlo en práctica como tarde para 2013, esto es, mucho antes de lo que nos exige Bruselas, pues quien nos presta el dinero no es Durao Barroso, Merkel o Sarkozy, sino unos ahorradores nacionales y extranjeros que no se fían de nosotros. Sí, es posible que con ello entremos en recesión: pero no olvidemos que de lo que se trata es de volver a generar riqueza de manera sostenible, no de mantener una economía descompuesta en respiración asistida por la vía del extraordinario e insostenible endeudamiento que nuestras Administraciones Públicas cada vez tienen más complicado captar. Ahora mismo, criticar que reduciendo el gasto público la economía volverá en la recesión equivale a haber criticado en 2005 que reduciendo la inversión en nuevas viviendas la economía española habría crecido menos y no habría creado tanto empleo.
Lo segundo, la liberalización privada, pasa por eliminar de raíz la negociación colectiva para poder negociar con libertad las condiciones laborales, por suprimir la maraña absurda de regulaciones en el mercado eléctrico (acabar con las nuevas primas a las renovables, recortar las ya comprometidas y mantener en funcionamiento la energía nuclear) y por derruir todos los obstáculos a la creación, disolución y gestión de nuestras empresas. Es decir, Rajoy tendrá que plantarles cara al lobby sindical, al lobby ecologista y al lobby de aquellas grandes empresas que viven de la teta pública y de la restricción legal de la competencia. Los pactos, el diálogo y el temple pueden estar muy bien si no se cede un ápice en las reformas necesarias, pero en este caso, cuando se trata de poner fin al modo de vida parasitario que muchos de estos organismos han mantenido durante décadas, es de prever que poco entendimiento cabrá con ellos. Y si lo hay, probablemente habrá un gato muerto encerrado.
Pero no sólo necesitamos austeridad y liberalización. A estas alturas de la película, con el crédito del país por los suelos, es imprescindible poner las medidas sobre la mesa lo antes posible, tanto por cuestiones de índole política –la resaca de su aplastante victoria y las esperanzas de cambio no durarán demasiado tiempo– como económica –no tenemos tiempo que perder–. Ahora que ya tiene asegurada la mayoría absoluta, Rajoy debería salir esta misma semana a la palestra y anunciar cuál será su plan de Gobierno; es decir, si es que lo tiene –y, si no, ya podemos ir haciendo todos las maletas, que el capital hará lo propio–, ha llegado la hora de que revele su famosa agenda oculta.
En cualquier caso, tengamos todos bien claro que de un modo u otro –con o sin reformas– los próximos años serán muy duros: España tiene ante sí un largo período de reducción de nuestras deudas privadas, lo que significa un cierto estancamiento semidepresivo de nuestra economía hasta que familias, empresas y bancos hayan terminado de sanear sus balances y rehacer sus planes de negocio. La diferencia es que con reformas el sufrimiento no será en balde e irá seguido de una mejora de nuestra economía, y sin reformas sufriremos tanto o más y nos hundiremos en el abismo. Hoy se ha acreditado que Rajoy tiene la capacidad de hacerlas –no sólo en el Gobierno central, sino en la mayoría de ejecutivos autonómicos– y eso, en sí mismo, es una buena e incluso esperanzadora noticia. Sin embargo, nos falta por conocer si de verdad posee la voluntad de implementarlas incluso ante una calle que sindicatos, ecologistas, indignados, comunistas y no sabemos si también socialistas se encargarán de incendiar. Ésa es la incógnita que debería despejar lo antes posible para que todos, también "los mercados", sepamos a qué atenernos.