Alemania sigue sin dar su brazo a torcer, al menos, por el momento. "Los que creen que el Banco Central Europeo (BCE) puede resolver como prestamista de última instancia las debilidades de la zona del euro plantean algo que no puede funcionar", arengó el jueves la canciller germana, Angela Merkel. "Mi posición en este punto es increíblemente sólida". Por su parte, el presidente del Bundesbank, Jens Weidmann, señaló al respecto que la entidad monetaria ya ejerce –al igual que todas– esta función, pero tan sólo para los bancos solventes que carecen de liquidez, nunca para financiar gobiernos, "ya que esto violaría el artículo 123 del Tratado de la UE". Según Weidmann, la prohibición explícita de comprar directamente deuda soberana es "fundamental para garantizar la credibilidad y la independencia del banco central" y para "cumplir nuestro principal objetivo, la estabilidad de precios".
A este respecto, Yves Mersch, presidente del Banco Central de Luxemburgo –y miembro del BCE–, añadió recientemente que la monetización de deuda pública equivale a "inflación", y eso "no es viable" por varios motivos: emplear la inflación para aminorar la carga de la deuda "reduciría los incentivos" que tienen los gobiernos para acometer las reformas precisas y cerrar el déficit fiscal; además, esta dinámica "aumentaría los riesgos de alcanzar una inflación mucho mayor en el futuro", pudiendo llegar a producirse, incluso, una "espiral incontrolable de salarios y precios".
Llegados a este punto, si alguien aún se pregunta a qué se deben tales reticencias por parte de Alemania, tan sólo es preciso echar un vistazo a su historia reciente. Los experimentos monetarios de esta índole constituyen un tabú fuertemente arraigado en la conciencia colectiva de los germanos debido a sus terribles secuelas. Durante los años 20, Alemania sufrió una de las hiperinflaciones más brutales de la historia. La República de Weimar, la primera experiencia del pueblo germano con la democracia representativa, cayó en el más profundo caos social y económico tras poner en marcha una política monetaria suicida, consistente en imprimir marcos para financiar directamente los gastos del Estado.
El experimento terminó en una auténtica pesadilla. El banco central llegó a emitir billetes de "billones" de marcos, cuyo valor real (capacidad adquisitiva) era inferior al del propio papel en el que se imprimían. Los niños esperaban a sus padres a las puertas de las fábricas para recoger el salario –que se pagaba cada día– e ir corriendo a hacer las compras básicas antes de que los precios se triplicaran con el paso de las horas. Los alemanes pedían tres cervezas de golpe al llegar al bar, ya que era común que el precio de cada jarra se hubiera multiplicado al término de la primera consumición. La hiperinflación llegó a tales extremos que para comprar una simple barra de pan era preciso emplear una carretilla llena de billetes para poder pagar. El dinero ya no valía nada y solía emplearse para alimentar los fogones de las casas particulares.
Los alemanes volvieron al trueque, el país retrocedió a los años más tenebrosos y oscuros de la Edad Media, la vida diaria se convirtió en una auténtica pesadilla de ciencia ficción. Pero sus secuelas no sólo fueron económicas, ya que esta tragedia propició el caldo de cultivo idóneo para el posterior ascenso y victoria del nazismo, con la consiguiente Segunda Guerra Mundial. Visto de este modo, se podría afirmar, literalmente, que la hiperinflación alemana causó millones de muertos en medio mundo y cicatrices que, sin duda, aún perviven en su pueblo. Lean When Money Dies: Lessons from the Great German Hyperinflation of 1923, de Adam Fergusson, y entenderán por qué monetizar deuda sigue siendo tabú en Alemania, al menos hasta hoy –veremos por cuánto tiempo más–.