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José García Domínguez

Seguimos necesitando el cañón Berta

Montoro susurró el pasado martes ante lo más granado de la mesocracia catalana: “Estamos cohibidos por la situación”. Aunque la genuina verdad sea que no están cohibidos: están aterrados. Y es que la situación comienza a perfilarse desesperada.

Con esa prudente mesura que siempre aconseja el oficio de ministrable in pectore, Cristóbal Montoro susurró el pasado martes ante lo más granado de la mesocracia catalana: "Estamos cohibidos por la situación". Aunque la genuina verdad sea que no están cohibidos: están aterrados. Y es que la situación comienza a perfilarse desesperada. Lo impensable, que el euro reviente en mil pedazos, puede acontecer en cualquier momento. Y nuestro margen de maniobra al respecto, el del Estado nación que aún responde por España, se acerca a cero. Un escenario apocalíptico que a ninguno de esos cráneos privilegiados de Bruselas, los tan laureados tecnócratas que diseñaron la unión monetaria, le empuja a mirar hacia Londres, Tokio o Washington.

Porque desde que diera comienzo la caza y captura del euro, la pregunta del millón continúa siendo la misma. A saber, ¿por qué Cameron, cuyo nivel de deuda pública supera al de Italia, puede permitirse tomar el té de las cinco sin la menor inquietud por cuanto hagan o dejen de hacer los mercados? ¿Por qué las tres hermanas, Ficht, Moody’s y Standard & Poor’s, siguen premiando con la calificación máxima a sus bonos, unos títulos cuyo rendimiento se acerca al de los alemanes? ¿Y por qué Japón, un país estancado y que carga con el mayor endeudamiento estatal del planeta Tierra, ¡el doscientos por ciento del PIB!, tampoco pierde el sueño por los ataques –ignotos– de los especuladores?

¿O por qué, en fin, viene a suceder otro tanto de lo mismo con los Estados Unidos y su monstruo de las galletas, el malvado Bernanke? Tres enigmas, por cierto, que comparten una solución tan obvia que casi ruboriza enunciarla. Pues simplemente ocurre que los tenedores de bonos, como los clientes de Media Markt, no son tontos. Saben que si los gobiernos del Reino Unido, Japón o Norteamérica llegasen a sufrir algún apuro para saldar sus préstamos, recibirían de inmediato el auxilio de sus respectivos bancos centrales. Los mismos que correrían a adquirir títulos soberanos en el mercado secundario cuando fuere menester. Disponen, ellos sí, del cañón Berta, una artillería pesada ante cuya mera presencia intimidatoria no hay arbitrista financiero que no se rile. Tan simple como eso. Y tan difícil, ¡ay!, de entender en Berlín.

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