En toda crisis, la cuestión crucial es el reparto de las pérdidas, esto es, quién paga, como diría Josep Pla. Y en esas estamos. En decidir quién abona la descomunal factura, si los acreedores, los deudores o el contribuyente. La decisión tiene consecuencias políticas, de ahí, en parte, la dificultad. En un orden democrático, la factura política se paga en las urnas. Sin embargo, ya ha habido un par de excepciones. Allí donde más apremiaba la necesidad, se ha obviado el paso por la ventanilla electoral. Los gobiernos de Papandreu y Berlusconi han caído y se ha encomendado la formación de nuevos ejecutivos a figuras no teñidas de color partidista. Son los expertos, los técnicos. No han surgido de elecciones y ello ha suscitado dudas sobre su legitimidad. La pregunta es si no se debía de haber consultado a los votantes. Y si el ascenso de los tecnócratas no equivale al "todo para el pueblo pero sin el pueblo" del despotismo ilustrado.
Las dudas alertan sobre los riesgos de prolongar unos gobiernos de emergencia sin mandato popular expreso, dando por bueno que hay decisiones demasiado importantes como para que las tome la gente. La variante chusca fue aquel mensaje que pusieron en boca de Los del Río cuando el referéndum de la Constitución Europea: vota sí, que lo dicen los que saben. Pero no hay que pasar por alto cómo hemos llegado a esto. Porque los denostados o admirados tecnócratas no han salido de otro dedo que el de los partidos mayoritarios. De los representantes elegidos. En un sistema parlamentario, esa negociación y su resultado son legítimos. Y significa que si ha sonado la hora de los expertos ha sido por voluntad de los políticos. No hay tal enfrentamiento "tecnócratas versus políticos". Ni técnicos puros. En cuanto Monti y Papademos se sienten en el Consejo de Ministros serán también políticos.
Así, frente a los que deploran una nueva y odiosa victoria de los mercados y a los que celebran un rotundo y merecido fracaso de los políticos, pienso que esos gobiernos técnicos constituyen no diré un triunfo, pero sí una solución típicamente política. Y, como tal, lleva un ingrediente partidista. Pues los partidos han acordado ceder el gobierno a los tecnócratas para no abonar directamente el precio político que conlleva la –posible– salida de la crisis. Les han encargado, por así decir, que tomen las medidas impopulares. Están ahí para ahorrar a los partidos un destino similar al de quemarse a lo bonzo. Por la cuestión de quién paga.