Por lo general, la argumentación de una parte de los liberales reza así: "Dado que cada ser humano es racional y sabe perfectamente cuáles son sus necesidades, resulta preferible que sea cada persona quien decida acerca de su vida en lugar de que lo haga la casta política". Si entendemos racionalidad como optimalidad y consistencia entre fines y entre fines y medios (escoger siempre los mejores medios para satisfacer nuestros fines y que no haya contradicciones entre nuestros fines), resulta bastante evidente que los seres humanos sólo son limitadamente racionales: sus errores son tan habituales como sus aciertos; no siempre manejan información correcta; y como no suelen mirar demasiado a largo plazo, sus fines suelen ser incompatibles a lo largo del tiempo.
La economía conductual nos ofrece evidencias de ciertos sesgos que afectan a la elección humana y que hacen que esté bastante alejada de la perfecta racionalidad: el sesgo de la confirmación (la búsqueda de datos que confirmen nuestras ideas preconcebidas, desechando toda la evidencia que vaya en contra de ellas), el sesgo de aversión a las pérdidas (se prefiere no perder a ganar), el sesgo de la racionalización a posteriori (tendencia a justificar los errores cometidos para evitar rectificar), el sesgo de la autoridad (basar nuestras preferencias en la opinión presuntamente "autorizada" de algún experto), el sesgo optimista (tendencia a ser excesivamente optimista), el sesgo de correlación ilusoria (correlación no es igual a causalidad), el sesgo de la ilusión del control (pensar que tenemos más capacidad para controlar los acontecimientos externos de la que en realidad tenemos), el comportamiento manada (sumarnos a las opiniones y a los comportamientos ajenos por el simple hecho de ser generalizados), el prejuicio de punto ciego (reconocer los sesgos en la elección de los demás, pero no de los propios) y un larguísimo etcétera.
Parecería, pues, que la defensa de un mercado libre, donde la toma de decisiones económicas se produce de manera descentralizada –a nivel individual o de asociaciones privadas de individuos–, resulta insostenible. Si no puede confiarse en las personas, ¿cómo se las va a dejar decidir? Pues, dejando al margen que esta crítica también resulta aplicable a la democracia política y económica (si los individuos son lo suficientemente responsables y racionales para decidir quién gobierna el país, también lo son para planificar sus finanzas personales), a mi parecer habría que replantear la cuestión: precisamente porque el ser humano no es del todo racional y no cuenta con toda la información disponible, la toma de decisiones no puede estar en ningún caso centralizada.
No olvidemos que los políticos o planificadores no son seres angelicales sino seres humanos que padecen los mismos sesgos y problemas de información que el resto de los mortales. Parece poco coherente que asumamos que los individuos son incapaces de mantener en orden su propia casa o su propia empresa y que, en cambio, sí podrán organizar de manera efectiva toda una nación: recordemos que los primeros son sistemas bastante simples mientras que los segundos son sistemas muy complejos (no sólo por tener que planificar millones de empresas aisladas, sino, lo que es peor, por tener que planificar sus interrelaciones) que ni siquiera pueden obtener realimentación informativa ni son disciplinados por el comportamiento del resto de agentes.
El escepticismo acerca de la racionalidad del ser humano debería llevarnos a apoyar la planificación descentralizada (a nivel individual o empresarial) propia del libre mercado frente a la planificación centralizada propia del socialismo y el intervencionismo estatal. Tanto por lo que se refiere a la defensa de nuestras libertades (si el ser humano es irracionalmente malvado, ¿cómo defender que todo el poder debe quedar en manos de un solo o unos solos seres humanos?) como de nuestra prosperidad (si los agentes se equivocan con frecuencia, ¿no resulta acaso preferible que esos errores queden compartimentalizados en la propia esfera de decisión individual en lugar de extenderlo coactivamente a toda la sociedad?), las limitaciones cognitivas a la hora de captar, seleccionar y procesar información hacen recomendable no concentrar el poder de decisión, sobre todo cuando esa concentración provocaría que no llegara a crearse mucha información esencial para escoger y planificar de manera adecuada (si los individuos no pueden elegir, tampoco pueden expresar sus preferencias y sus expectativas de manera desagregada, por lo que éstas no serán tenidas en cuenta).
Al final, una visión más realista del mercado nos lleva a reconocer que sí, muchos o casi todos los seres humanos somos miopes, torpes, cortoplacistas, caprichosos, retorcidos y, en definitiva, muy poco racionales. Ojalá no lo fuéramos, pues a todos nos iría mucho mejor. Pero, aun así, esas limitaciones cognitivas no restan sino que suman razones para defender un mercado libre: si el conocimiento social y económico se va volviendo cada vez más disgregado, especializado y tecnificado, difícilmente la toma de decisiones económicas –que ha de basarse en ese conocimiento disgregado, especializado y tecnificado– habrá de estar cada vez más concentrada. El mercado no es superior al estatismo porque los agentes nunca fallen, sino porque los inexorables errores individuales están acotados (no afectan a la totalidad de la economía, sino a partes más o menos amplias), se reconocen al margen de la tozudez de quien toma decisiones (merced a quiebras empresariales) y pasan a enmendarse por defecto (recolocación de los factores productivos tras la quiebra) y porque sus aciertos se producen al margen de la voluntad y de la brillantez de sus miembros (gracias al sistema de precios).
Si el ser humano fuera perfectamente racional e infalible, el socialismo tendría una oportunidad de funcionar. Como no lo es, no tiene ninguna y necesitamos de un mercado libre.
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