Me correspondió la traducción del catalán al español el ensayo de Vandellós, Catalunya, poble decadent. Pues he aquí que esa decadencia se amplia a toda España con tres matices especiales.
El primero que como los jubilados y los asistidos por edad aumentan el gasto público, si se aumenta el tremendo salto que se ha dado en el número de funcionarios y empleados públicos, de algo menos de un millón en 1975 a unos 3 millones en la actualidad, y a eso se adicionan los 5 millones de parados, que tienen que ser atendidos por el Sector público y la sociedad de algún modo, y a ello agregamos, aunque su magnitud disminuye, los niños que, naturalmente, tienen prohibido formar parte de la población activa, nos encontramos con que de ahora en adelante, o incrementamos fuertemente la productividad, o el hundimiento del sector público español está garantizado a un plazo muy corto.
Segundo matiz. Mejorar la productividad supone modificar muy a fondo el mercado del trabajo –y entonces, ¿no van a protestar los sindicatos obreros? –; significa alterar nuestro planteamiento energético –¿y no oiremos presto las manifestaciones de los ecologistas?–; reducir el poder interventor de las autonomías en la economía –¿no se van a escuchar, al menos con algunos, aullidos de que eso altera puntos del Estatuto que tenían preparado?–; supone eliminar trabas administrativas para acercarnos lo más posible a la economía libre de mercado que, por ejemplo, predicó Eucken, pero esto, ¿no va a alzar clamores de rechazo por parte de multitud de instituciones de tipo corporativo que han arraigado, algunas desde hace más de un siglo, en la vida diaria española?
El tercer matiz es el envejecimiento y caída simultánea de nuestra demografía. Aun con la afluencia que se quiera de inmigrantes, no se va a observar reacción positiva alguna. Agréguese que un pueblo viejo, como simultáneamente es España, pasa a huir de todo tipo de riesgo, y abandona por ello el talante preciso para ser empresario y, con ello, mejorar la productividad.
Demuestran la amenaza que subyace en lo dicho trabajos como los de Barea et al., sobre lo que se nos venía encima por la cuestión de las pensiones; los avisos repetidos de Alejandro Macarrón, que eran considerados poco menos que como elucubraciones sin mucho sentido; la pérdida de valores que está detrás de la ruptura de la familia tradicional y de los coeficientes de natalidad, y no digamos la propia crisis económica, con su corolario de desahucios de viviendas y de menores ingresos.
La población de un país respecto al PIB tiene, evidentemente, el papel de divisor, pero también es un factor productivo que si se esfuma reduce a la nada al PIB. Parece que de esto último no nos hemos dado cuenta.