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Juan Ramón Rallo

Libertad cronometrada

Lo que carece por completo de sentido es lo que sucede en el resto de España: que uno no pueda abrir su tienda a las dos de la madrugada entre semana o a las dos de la tarde un domingo, aun cuando resulte rentable hacerlo.

No existen soluciones mágicas para la crisis, en esencia porque tenemos dos muy serios problemas que no se solventan de la noche a la mañana: por un lado, estamos muy endeudados; por otro, tenemos una economía mortecina e incapaz de generar en grandes cantidades bienes y servicios valiosos. El desapalancamiento financiero y el reajuste productivo son procesos lentos: hay que amasar elevados volúmenes de ahorro y hay que localizar nuevas oportunidades de negocio en las que invertir. Las finanzas públicas –tanto por el lado de los hipertrofiados gastos como de los asfixiantes ingresos impositivos– suponen un lastre para la reducción de nuestra deuda; las ingentes regulaciones omnicomprensivas, para encontrar y ejecutar nuevos planes empresariales.

Nuestros políticos se han mostrado muy renuentes tanto a reducir el gasto como a eliminar regulaciones, señal de que o bien están muy desorientados acerca de cómo superar la crisis o, más probablemente, de que prefieren la quiebra de la nación antes que renunciar a su control sobre la economía (sobre todo cuando ese control se ejerce en beneficio de ciertos grupos de presión). Por eso, toda medida encaminada o a recortar el gasto o a suprimir regulaciones ha de ser bienvenida: no porque vaya a sacarnos por sí sola del hoyo de la depresión, sino porque marginalmente contribuye a hacerlo. Vamos, que con ajustes parciales seguiremos mal, pero menos mal que si no se hiciera nada o si se hiciera en la dirección opuesta a la requerida.

Así las cosas, puede que la liberalización de horarios comerciales que está estudiando el Gobierno regional de Esperanza Aguirre no sea tan grande como a muchos nos gustaría (¿por qué no extenderla también a las tiendas con una superficie útil superior a los 750 metros cuadrados?) ni que por sí misma vaya a arreglar el desaguisado del tejido productivo español, pero sin duda ampliará de manera apreciable las posibilidades de ganar dinero facilitándoles la vida a los demás en el comercio minorista. Lo que carece por completo de sentido es lo que sucede en el resto de España: que uno no pueda abrir su tienda a las dos de la madrugada entre semana o a las dos de la tarde un domingo, aun cuando resulte rentable hacerlo. ¿Acaso hemos olvidado qué significa que algo sea "rentable"? Pues que hay suficientes consumidores dispuestos a pagar, a cambio de los servicios ofrecidos, una cantidad de dinero lo bastante elevada como para compensar el estar trabajando durante esas franjas horarias señaladas. Todas las partes –consumidores, empresarios, trabajadores– salen ganando, ¿cuál es entonces el motivo de prohibirlo?

Simple y llanamente que otros comerciantes prefieren no abrir y temen perder clientela frente a los que sí están dispuestos a hacerlo. Mas por idénticos motivos habría que proscribir las rebajas de precios o las mejoras en la calidad de los productos que no pudieran ser emuladas por los competidores; es decir, por idénticos motivos deberíamos prohibir el progreso económico. Y con cinco millones de parados y un aparato productivo renqueante, no parece que lo más inteligente sea limitar nuestras posibilidades de crear riqueza.

Bien está, pues, que nos alegremos por el hecho de que en Madrid vaya a imperar el sentido común en mayor medida. Pero la verdadera cuestión de todo este asunto no es ésa, sino a qué están esperando el resto de comunidades autónomas para imitarla. ¿Tanto les cuesta acometer aquello que no debería estar sometido a ninguna controversia y que resultaría indudablemente positivo para los consumidores, los trabajadores y los empresarios? Por lo visto, sí.

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