Quienes dieron los primeros pasos para la Unión Europea, jugando con los cohetes interplanetarios que entonces se ponían en acción, no dejaron de buscar un paralelo: el de que la construcción de esa Europa Unida, que tantas veces había fracasado, desde Carlomagno a nuestro Carlos V, a los recientes planes de Napoleón y de Hitler, se tenía que parecer a un cohete de tres tiempos. El tropo era del entonces presidente de la Comisión, el alemán Hallstein: una unión aduanera, en primer lugar; una unión monetaria a continuación, y finalmente, la unión política. Ahora vemos cómo la falta de unión política amenaza, y de qué modo, a la que se ha construido parcialmente como unión monetaria con el euro, e incluso que surgen tensiones proteccionistas a causa de la crisis económica.
Pero si nos acercamos a un gran político español, José Larraz, que ya en 1949 consideró que el futuro de España, por fuerza, debería participar en esa gran aventura que era la unión europea que entonces se avizoraba, veremos una equivocación básica. Por eso en Arbor, septiembre-octubre de 1962, bajo el título de "La Federación Europea", pasa a recordar cómo todo debía replantearse. Basándose en el "Memorandum de Briand", aparecido en la primavera de 1930, señaló que debería iniciarse la vinculación no económica, sino políticamente. Se solidariza con esta frase de Arístides Briand: "Toda posibilidad de progreso en la unión económica está rigurosamente determinada por la cuestión de la seguridad, y esta cuestión está íntimamente ligada con la del progreso realizable en la unión política; así que sobre el plano político debe ser situado inmediatamente el esfuerzo constructor que dé a Europa su estructura orgánica".
Ahora vemos cómo en esa estructura orgánica, hubiese tenido que existir entre otras instituciones, un mecanismo parlamentario comunitario que fuese el único responsable del mundo presupuestario europeo, acompañado, en lo ejecutivo, con un único y gran Ministro de Hacienda. De algún modo, el haberse roto eso dentro de España, con el desarrollo de la política autonómica, pone en evidencia los males de ese sendero. Europa también ha sucumbido ante los nacionalismos aun latentes en ella, y ahora, ante concretamente el caso griego, no sabe cómo salir del embrollo institucional que la vieja doctrina Hallstein le ha creado.