La Defensora del Pueblo en funciones, María Luisa Cava del Llano, ha propuesto hace unos días en el Congreso la inclusión del despilfarro público como delito en el código penal. Ciertamente, destaca la responsabilidad penal a la que están sujetos los administradores de empresas privadas frente a la absoluta impunidad que gozan nuestros políticos o los administradores de las empresas públicas. Es más, a mí siempre me ha llamado la atención el hecho de que el ordenamiento jurídico contemple la posibilidad de declarar pródigo e incapacitar a un ciudadano cuando clamorosamente despilfarra su propio dinero y, sin embargo, no se pueda hacer lo mismo con los adictos al endeudamiento que nos gobiernan y que lo que dilapidan es dinero ajeno.
Con todo, y por mucho que comparta la indignación ciudadana de la que se ha hecho eco la Defensora del Pueblo, el problema que encierra su propuesta de proceder penalmente contra los gobernantes manirrotos es delimitar y concretar qué entendemos por "despilfarro público". Somos muchos, por ejemplo, los que hemos considerado como un despilfarro del dinero del contribuyente, no una determinada actuación, sino la existencia misma del ministerio de Igual da, o el ministerio de la Vivienda. La existencia misma de la institución del Defensor del Pueblo -no digamos ya nada si tenemos en cuenta que hay además uno por cada autonomía- o la existencia de televisiones estatales y autonómicas a cargo del contribuyente, es vista por muchos como ejemplo de despilfarro del dinero del contribuyente. Como liberal veo pocas cosas en el Estado y en la administración pública que no me lo parezcan.
Cosa distinta, y mucho menos discutible, debería ser la existencia de déficits ocultos, que sí debería estar tipificado como delito, así como debería existir una legislación que, al margen de las mayorías transitorias, estableciera la obligación constitucional del equilibrio presupuestario y limitaciones muy severas al endeudamiento público. Como ya he indicado en otras ocasiones, el déficit público no es sólo una rémora para la recuperación económica sino una apropiación indebida de recursos de legislaturas venideras que burla las limitaciones temporales que la democracia impone a los gobernantes de turno.
Desgraciadamente, la reciente reforma constitucional que supuestamente pretende imponer límites al déficit y endeudamiento público es, en realidad, una monumental estafa política que refuerza la ya indeseable cobertura legal que tenían los gobernantes para gastar más de lo que recaudan. Y es que, al no concretar esa supuesta limitación, al adelantar que se cuantificará mediante una legislación que no requerirá para su aprobación y derogación de mayorías cualificadas y al admitir excepciones cuando el gobierno de turno así lo considere justificado, la citada reforma, lejos de ser un imperativo constitucional con pretensión de permanencia y de obligado cumplimiento para las mayorías transitorias, constituye un auténtico acto de hipocresía política. Los gobernantes podrán considerar justificado incurrir en déficit con la misma discrecionalidad con la que han considerado justificado cualquiera de sus despilfarros. Me temo que esta estafa y este "homenaje que el vicio rinde a la virtud" –tal y como definía La Rochefoucauld a la hipocresía- tampoco pueda ser, como el despilfarro, tipificado como delito. Lo que me preocupa es que ni siquiera sea visto como hipocresía.