No existe ningún argumento racional para recuperar el Impuesto de Patrimonio. No supone unos ingresos extra demasiado notables para las arcas del Estado: sólo 1.080 millones, un 0,1% del PIB. Por comparar, este Gobierno derrochó 50.000 millones en el primer Plan E. Es un tributo injusto, pues supone gravar un patrimonio conseguido a partir de unas rentas que ya pagaron impuestos en su día. Castiga el ahorro y premia al derrochador. Y no consigue su objetivo declarado de que los ricos pongan más de su parte; como el propio Gobierno reconoció cuando lo suprimió, los que de verdad tienen muchas propiedades pueden buscar una manera legal de eludirlo.
Los países europeos lo han ido erradicando y ninguno lo ha resucitado durante la presente crisis. Sólo Francia, que difícilmente puede considerarse un ejemplo a seguir en materia impositiva, lo conserva, aunque a unos tipos cinco veces inferiores a los españoles. Pero entonces, ¿por qué el Gobierno vuelve a imponerlo?
En los últimos años el Gobierno ha acumulado un déficit enorme que hay que pagar. Será necesario recaudar más impuestos de los ciudadanos y gastar menos en servicios públicos. Son los efectos de ese socialismo al que, como dijo Margaret Thatcher, siempre se le termina acabando el dinero de los demás. De modo que necesitan explotar los instintos más bajos de sus votantes para intentar aliviar el golpe que prevén que se acabarán dando en las próximas elecciones.
De ahí que Blanco y Rubalcaba se liaran y dieran cada uno cifras diferentes sobre el número de víctimas que se verán obligadas a pagar y lo que se recaudaría. Ambos saben que eso es lo de menos. Lo importante es enviar un mensaje a sus huestes. Recortaremos gastos porque nos obligan, pero en el fondo seguimos siendo socialistas. Es decir, damos carnaza al deporte nacional de la envidia. Aunque, al final, los realmente ricos no paguen el Impuesto del Patrimonio, que no lo harán.