"La Historia no se repite, pero rima", escribió alguna vez Mark Twain. Y no andaba lejos de la verdad. De ahí que la crónica de la quiebra anunciada de Grecia ya esté escrita, impresa y archivada en todas las hemerotecas del mundo. Al cabo, Atenas no es más que nuestro Lehman Brothers particular. Por eso, hasta las últimas esquirlas de cuanto ahora ha de acontecer en Europa yacen descritas bajo un montón de polvo en los periódicos de septiembre de 2008. Entonces, Estado Unidos se asomó al abismo. Al punto de que los cálculos menos pesimistas estiman que su hacienda pública tardará no menos de veinte años en recuperarse de lo que aquel otoño descubrió bajo las alfombras doradas.
Y es que el genuino problema no eran las hipotecas subprime, sino un sistema financiero subprime. Un alegre casino global donde, por ejemplo, el principal banco de Alemania operaba con un apalancamiento de 53 a 1. Esto es, de cada 53 euros que enterraba en activos basura de Wall Street o prestaba a los promotores inmobiliarios de algún descampado en el sur de España, solo uno, en realidad, era suyo; los otros 52, a su vez, los había obtenido a crédito. El resto, en fin, también es rima conocida: la histeria errática de unos mercados que reclaman, al tiempo, lo que sea y su contrario. Exigen una perentoria, inexcusable anorexia fiscal a los emisores de deuda soberana. Y cuando se les concede, corren asustados, clamando que los expeditivos recortes del gasto estatal mutilan el crecimiento de las economías en recesión.
Habrá que verlos huir de Portugal en estampida cuando Papandreu instaure el inevitable corralito. Una escena tan previsible como la que le habrá de suceder: la retirada de depósitos en los bancos lusos. Antesala de la no menos previsible declaración de suspensión de pagos. Una plaza, ésa de Lisboa, en la que la banca privada española se juega setenta y cinco mil millones de euros. La vida o la muerte. Y apenas queda tiempo. Cortada la gangrena griega con su salida de la moneda común, los eurobonos serían el último vagón del último tren para la Unión. Aunque nos restaría, claro, otra alternativa: convertirnos en la generación que asistió en vida al final del comunismo... y del capitalismo.