Muchos dicen que la reacción ante a los atentados del 11-S fue ejemplar. Que fue una forma modélica de honrar a una nación, a unos valores, que habían sido víctima de un brutal ataque. Otros dicen que la destrucción del World Trade Center tras el impacto de los dos aviones secuestrados por Al Qaeda fue, sin duda, un suceso histórico, pero que no tendrá excesivas repercusiones en el largo plazo. Que la vida seguirá más o menos igual que hasta entonces. No estoy de acuerdo con estos dos puntos de vista. Creo que el ataque a las Torres Gemelas ocurrido aquel infausto 11 de septiembre de 2001 fue el punto de inflexión de un cambio de valores que está haciendo de Occidente un lugar peor. Creo que los terroristas le han ganado esta partida a las democracias liberales, y por ello se ha iniciado el ocaso del imperio. La lenta caída del imperio de los hombres y las mujeres libres y responsables, en el que son los individuos, y no los colectivos, los dueños de sus propios destinos.
Estados Unidos reaccionó a tan duro golpe en el corazón de Manhattan como un bicho bola, ese insecto que cuando se siente amenazado se enrosca y endurece, cerrando sus fronteras y rechazando todo lo externo. El gobierno americano, probablemente haciendo lo que le exigía la población y puede que sin otra alternativa en el corto plazo, se lanzó a tomar una serie de decisiones que han terminado por provocar un aciago cambio en los tradicionales valores americanos. Comenzó a subordinar la libertad individual, antiguo estandarte moral americano, por una idea de seguridad gestionada por el Estado sobre todas las cosas. Tras el 11-S, el Estado emerge como poderoso leviatán que con infinidad de tentáculos pasa a tomar las riendas de la vida privada estadounidense. Un mes después de los atentados se aprueba la Patriot Act, que reviste de falso patriotismo una de las mayores renuncias de libertad individual en favor de un Estado protector. Esta ley abre infinidad de puertas por las que las agencias gubernamentales empiezan a entrar en la vida privada de los americanos y se les permite violar muchos de sus antes sagrados derechos constitucionales y humanos.
No sólo fue trágica la respuesta americana al ataque en términos políticos y morales. También lo fue, por dos razones, en lo económico. La primera es que entre los gobiernos de Bush y Obama el gasto público se ha disparado hasta cotas desconocidas en la Historia de Estados Unidos. No sólo por la entrada en dos guerras absurdas, carentes de hoja de ruta y de unos objetivos concretos a cumplir, lo que hace de éstas unas guerras que sólo se pueden perder. Estas cifras disparatadas de gasto público son consecuencia de ese cambio de valores que colocan al Estado por encima de los individuos. La segunda razón es que, tras el 11-S, la Casa Blanca y el presidente de la Fed, Alan Greenspan, decidieron que Estados Unidos no podía permitirse entrar en una recesión económica, para lo que bajaron los tipos de interés y comenzaron a inyectar dinero a mansalva para reactivar artificialmente la economía. Este hecho fue alentado por los keynesianos, principalmente por Paul Krugman, quien escribió en The New York Times que era necesario que Greenspan creara una burbuja inmobiliaria para despegar de la crisis. Con esa decisión se cerró en falso la crisis de las puntocom y se generó una gigantesca burbuja que nos ha estallado ahora. Y es que la crisis económica que vivimos diez años después también es una consecuencia del 11-S.
Hoy, esa espesa capa de ceniza que hace diez años cubría las aterrorizadas calles de Nueva York, y que casi podíamos oler desde nuestros televisores, de alguna manera todavía se respira en forma de miedo a los individuos libres. Aún perdura esa polvareda invisible que atemoriza a la población y a su gobierno, y que impide ver con claridad que el camino a la prosperidad moral, política y económica, o sea, humana, no es otro que el camino de la libertad.