Esa repentina devoción por el aceite de ricino macroeconómico, la súbita fe del carbonero que todo el mundo aquí parece depositar en los ajustes fiscales, a mí me recuerda ciertos placeres sadomasoquistas que relata Rousseau en sus Confesiones. Cuenta en ellas que una mademoiselle Lambercier gustaba de azotarlo cuando niño en castigo a sus muchas maldades. Sin embargo, lejos de corregirlo, aquellos correctivos despertarían en el pequeño Jean-Jacques un secreto goce libidinoso cuyo recuerdo, ya adulto, iba a perseguirlo de modo obsesivo. Y a nosotros, decía, nos viene a ocurrir algo parecido.
Acaso de ahí que, empecinados en flagelarnos sin tregua y en compadecer a la pobre Merkel y al sufrido contribuyente alemán, nadie conceda reparar en lo evidente. A saber, que no fueron otros más que los descerebrados banqueros alemanes quienes financiaron la orgía del ladrillo. Ocurre, sí, que son tan culpables de la burbuja inmobiliaria, la genuina madre de nuestra crisis, como el que más. No se olvide al respecto que la sapientísima banca teutona enterró en cemento de los PIIGS nada menos que el treinta por ciento de sus préstamos. Un dinero que, encima, no era suyo, por algo continúa mucho más apalancada aún que el sector financiero americano. Añádase la montaña de basura subprime que les colocó Wall Street, la misma que todavía hoy infecta sus balances, y se tendrá una idea aproximada de quién resulta ser el genuino enfermo de Europa.
Así las cosas, nos toca ahora afrontar la paradoja de la austeridad. Un círculo vicioso donde los recortes del gasto para reducir el déficit mutilan un crecimiento potencial raquítico de por sí; algo que constriñe la recaudación tributaria del Estado, circunstancia que agrava el problema del pago de la deuda y provoca... más deuda y más déficit. Solo por eso, oponerse desde nuestro país a los eurobonos no es ni de derechas ni de izquierdas: es de necios. En idéntico orden de contrariedades, y al modo de nuestros entusiastas masoquistas, Merkel semeja incapaz de comprender que, ayudándonos, se ayudaría a sí misma. A la postre, si España cae, sus bancos irán detrás. Razones, en fin, por las que el ministro de Exteriores de Rajoy habrá de ser mucho más importante que el de Economía. Y si no, al tiempo.