Aunque las crisis económicas generan sobre todo penalidades, también sirven para incentivar el ahorro, fundamento básico de todo desarrollo capitalista, y para reasignar las inversiones excesivas o mal orientadas hacia actividades con mayor capacitad de generar riqueza. También los ciclos depresivos deberían aportar enseñanzas a analistas, agentes económicos e incluso a políticos para evitar que se vuelva a caer en errores anteriores.
La crisis actual se gestó por una política monetaria excesivamente laxa por parte de la Reserva Federal desde el inicio de la pasada década y por el Banco Central Europeo después, lo que multiplicó las inversiones con financiación ajena. Se hizo patente cuando muchos activos, los inmobiliarios especialmente, llegaron a estar tan revalorizados por la expansión crediticia que los bajos rendimientos obtenidos con ellos hicieron que a sus dueños les interesara más venderlos.
Estalló entonces la burbuja inmobiliaria que paralizó al resto de los sectores productivos y afectó también a un sistema financiero demasiado expuesto al mercado de la vivienda y ya pervertido por haber solapado muchos años atrás dos negocios bien diferentes. Es decir, por permitirse que una misma entidad pueda endeudarse a corto plazo con sus depositantes y que utilice este dinero ajeno para realizar inversiones a largo, préstamos hipotecarios sobre todo, sin mantener una reserva fraccionaria suficiente que garantice su solvencia. Se creó por tanto un sistema bancario insolvente por naturaleza.
El error del keynesianismo
El ciclo depresivo se agravó cuando los gobiernos aplicaron políticas keynesianas que vanamente intentaron reactivar la "demanda agregada", es decir, el consumo y la inversión, con planes artificiales de estimulo que desincentivaron el ahorro y provocaron enormes desequilibrios fiscales y endeudamientos nunca conocidos. Ha hecho falta en consecuencia emitir deuda pública de forma masiva y con vencimientos agobiantes, lo que ha absorbido recursos y gran parte de la oferta crediticia del sistema bancario, cerrándose entonces el grifo financiero hacia actividades productivas.
Los ajustes realizados, primero por el sector privado de forma espontánea y tardíamente decretados en el público, han determinado que las economías más estancadas apenas generen recursos suficientes para saldar sus deudas y que las administraciones sean incapaces de amortizar sus obligaciones de pago porque, al necesitar refinanciarse una vez tras otra, las emisiones de deuda son cada vez más costosas dado que los inversores reclaman lógicamente mayores intereses, y porque además la fuente de ingresos impositivos ha quedado casi agotada.
Esto ha llevado a los países más despilfarradores al borde de la suspensión de pagos y a que los menos endeudados acudan en su ayuda con préstamos pera salvar la moneda o el sistema financiero que comparten, pero ello hace que también los segundos sufran mayores desequilibrios en sus cuentas y que su actividad se frene igualmente.
La crisis puede haber llegado a un punto de no retorno porque si se deja quebrar a los países más insolventes o se producen salidas desordenadas de la eurozona, posiblemente se desencadene una crisis bancaria similar a la de la Gran Depresión. Por el momento, lo que ya se ha generado es un círculo vicioso que está precipitando a las economías hacia una segunda recesión, agudizada este verano cuando una parte sustancial de la deuda privada es más difícil de saldar debido a que muchos valores cotizados se han desplomado.
Los problemas del euro y los mercados laborales
Una crisis tan compleja y extensa debería aportar muchas y nuevas enseñanzas, aunque tal vez lo más sorprendente es que no ha evitado caer en viejos errores. Ya se sabía que cuando se establece un área económica con moneda única hace falta fijar unos criterios comunes de homogeneidad y estabilidad. Al crearse el euro los países integrantes quedaron sometidos a una única autoridad monetaria que fija iguales tipos básicos de interés y obligados a mantener una inflación controlada y unas cuentas públicas relativamente equilibradas en cuanto a déficit y deuda. Quedaba por aprender, y los inversores del mercado de deuda soberana nos han enseñado en estos años de crisis, que también hace falta que exista en la zona euro otros factores de homogeneidad tan importantes como los establecidos en Maastricht.
Es bien sabido, por ejemplo, que un espacio económico con moneda única no puede subsistir sin total libertad de movimientos del factor capital y del factor trabajo, y así quedó establecido sobre el papel. Pero mientras que esto resulta real con relación al capital, no existe en la práctica cuando la mano de obra intenta desplazarse por una zona monetaria que mantiene muy diferentes regulaciones laborales. Los agentes de cualquier mercado cuentan con una información parcial y los que operan en los de deuda podrían considerar que una divergencia en las tasas de paro es señal suficiente para desconfiar de la solvencia de los países que sufren mayor desempleo.
Sin embargo, los inversores financieros exigen mayor información y, cuando se deshacen de títulos de deuda o reclaman una mayor prima de riesgo a la hora de adquirirlos, muestran su rechazo a mercados laborares poco flexibles como el español, con modelos de contratación rígidos y con intervenciones sindicales que obligan a revisar salarios de acuerdo con la inflación. Los mercados de deuda castigan, en suma, que no sea posible ajustar los costes laborales al incremento de la productividad marginal del trabajo o, dicho con otras palabras, que los salarios no reflejen la contribución del trabajador al aumento de la utilidad del producto o servicio.
La crisis del mercado de deuda ha venido a confirmar que la rigidez laboral que sufre España es incompatible con su integración en el euro y tiene un elevadísimo coste en desempleo.
El peligro de la inflación
Más enseñanzas se deducen del proceso que ha terminado en la crisis de solvencia que padecemos. Experiencias anteriores ya han demostrado que creando dinero por encima de lo que crece la economía solamente se consigue aumentar la inflación, lo que provoca a su vez que los tipos de interés reales, los que verdaderamente influyen sobre las decisiones de ahorro, inversión y consumo, tiendan a bajar.
Si además los bancos centrales mantienen los tipos básicos excesivamente reducidos, los ahorradores, inversores y consumidores recibirán una distorsionada información que les hará ahorrar poco y endeudarse mucho, realizando entonces las empresas inversiones arriesgadas y gatos excesivos los consumidores. Y si para colmo los gobiernos –todos, aunque algunos más que otros- se endeudan alocadamente al aplicar estímulos económicos y monetarios artificiales, como el Plan E de Zapatero, se llega a la terrible situación actual.
Si bien el endeudamiento privado tiende a corregirse espontáneamente -aunque con grandes dificultades cuando se combina con uno público que resta recursos a empresas y particulares-, los mercados nos han mostrado que la deuda soberana tiene un límite que, sobrepasado, paraliza la actividad económica y conduce irremediablemente a la quiebra, resultando además incompatible con la estabilidad de una zona monetaria.
No obstante, el endeudamiento no es un fenómeno reciente sino que viene de muy lejos aunque se haya disparado por los estímulos artificiales aplicados durante los cuatro años de crisis. Según datos de Intelligence Unit, el endeudamiento público mundial era ya el pasado año de 42,6 billones de dólares, casi el 60 por ciento del PIB del planeta, frente a los 28 billones de 2007 cuando empezó la crisis. Es decir, ha crecido un 50 por ciento en tres años. No obstante, en 2000 la deuda pública mundial sumaba 18 billones, por lo que resulta que durante los tres años de recesión ha aumentado en unos 5 billones -1,6 billones de media cada año-, mientras que en los siete anteriores de expansión el endeudamiento creció 10 billones -1,4 billones por año-, una diferencia por tanto muy escasa. Y se ha concentrado más en los países desarrollados que en los emergentes, al margen del color político de sus gobiernos.
El descomunal aumento del sector público y de la deuda acumulada se debe sobre todo a un Estado de Bienestar que ha ido agigantándose a lo largo del siglo y que ya dedica en prestaciones sociales alrededor del 65% del gasto público total, como sucede en la zona euro. Las funciones esenciales y tradicionales del Estado -defensa, justicia, seguridad y política exterior- suponen aproximadamente el 10% del presupuesto, mientras que el gasto corriente, obras públicas, financiación de la deuda y otros asuntos económicos se llevan alrededor del 25% restante.
Así pues, el actual problema de deuda no se debe sólo a los recientes planes de estimulo, ni siquiera en la inyección monetaria y crediticia de la década anterior, sino que estas políticas han venido a colmar un endeudamiento que se ha ido acumulando por mantener deficitarios durante muchos años los ingresos sobre los gastos. En España, durante el siglo y medio comprendido entre 1850 y 2000, solamente en 29 años los presupuestos se han cerrado sin déficit.
Insostenible gasto social
El núcleo de la crisis de la deuda actual reside en el insostenible, y en muchos casos ineficaz, gasto social –pensiones, sanidad, educación y desempleo, fundamentalmente-. Esto es lo que despierta las mayores dudas sobre la solvencia de los países que mantienen desequilibrios en sus cuentas, acumulan abultadas deudas, las refinancian con calendarios de vencimientos apretados y tienen sus economías estancadas. Los mercados de deuda saben perfectamente que recortar el gasto corriente sin tocar el social es totalmente insuficiente para hacer frente a la abultadísima deuda, que en realidad en mucho mayor de lo que indica la contabilidad oficial.
Según los criterios de la UE, no se contabilizan como déficit los compromisos de pago derivados de un sistema piramidal y de reparto de las pensiones, y de una sanidad y educación públicas que, por gratuitas y universales, generan demandas infinitas, así como tampoco las facturas emitidas por proveedores pero no pagadas por las administraciones. Teniendo presente todos estos compromisos, el pasivo total español, tanto público como privado, externo e interno, alcanzaría el 350% del PIB, es decir, tendríamos que estar tres años y medio trabajando sin consumir nada para saldar nuestra deuda.
Los mercados también expresan con claridad que un problema de deuda únicamente se soluciona con medidas que tienen como objetivo principal saldarla o, si no es posible de forma inmediata, que se plantean negociar con los acreedores una quita sobre el principal o una ampliación de los plazos de vencimientos con nuevos intereses.
Algo simple y que bien conocen las empresas y particulares que se declaran en concurso de acreedores, pero que no terminan de entender los políticos. Por ello fracasan estrepitosamente todas las alternativas que proponen: rescate de los países en quiebra con nuevos préstamos; compra de títulos por parte del Fondo de Estabilidad o del Banco Central Europeo, es decir, monetización de la deuda lo que genera inflación y transferencias de rentas desde los ahorradores a los deudores; emisión de eurobonos, o prohibición de operaciones especulativas a corto o de ventas al descubierto.
Peor es que se pretenda, como quieren el candidato Rubalcaba o el Nobel Krugman, insistir con nuevos planes de estímulo, es decir, con más endeudamiento. En esencia, todas las propuestas políticas suponen "pasarse la pelota" de un deudor a otro o, en el peor de los casos, "engordar la pelota" creando más deuda.
Ninguna empresa y particular con problemas de solvencia por haber gastado más de lo que ha ingresado durante un largo tiempo optaría por seguir endeudándose y pensaría, por el contrario, que sólo cabe ajustar drásticamente su presupuesto por el lado del gasto. Si el sentido común sigue imperando y la deuda creciendo, elegiría reducir primero la mayor partida del gasto. Parece sin embargo que este sentido es muy poco común entre la clase política de uno u otro signo.
Las funciones del Estado
Solamente el sector más opuesto al intervencionismo del Partido Republicano norteamericano parece comprender que el Estado debe volver a sus funciones decimonónicas, reduciendo su tamaño y ofreciendo prestaciones sociales de forma únicamente subsidiaria, mientras que la derecha europea es tan defensora del Estado de Bienestar como la izquierda, si no más. Basta recordar la posición que tomó Rajoy ante el sorprendente giro que realizó Zapatero cuando en mayo de 2010 anunció un tímido recorte del gasto. El presidente del PP se opuso al paquete de medidas que se concretaron en una bajada de sueldos a los funcionarios, congelación temporal de las pensiones, paralización de obras públicas, eliminación del "cheque bebé" y reducción de la ayuda al desarrollo. Y también se opusieron los populares a la única reforma de importancia realizada durante la crisis, la del sistema de pensiones, que supondrá una bajada de las prestaciones de alrededor del 20% a partir de 2013, un recorte absolutamente necesario para al menos alargar la vida de un sistema que está abocado a la quiebra, aunque seguramente llegará tarde para evitar la suspensión de pagos.
El PP se limita a decir machaconamente que el Gobierno de Zapatero ha hecho el mayor recorte de los "derechos sociales" de la historia y propone como alternativa meras reducciones del gasto corriente y la eliminación de algunas subvenciones, creyendo que así será posible recuperar la solvencia y generar empleo (sic). Cuando un partido socialdemócrata como el PSOE se atreve a recortar el Estado del Bienestar –rebaja de las pensiones y del subsidio de desempleo-, sorprende que los dirigentes del partido de la oposición que más se proclaman liberales actúen en sentido opuesto.
Este es el caso de la presidenta madrileña Esperanza Aguirre cuando defiende con entusiasmo la prestación de la sanidad de forma "universal y gratuita" y se opone al copago, al tiempo que extiende la educación pública a cada vez más colectivos y con mayores servicios. Al margen de que afortunadamente ninguna prestación es nunca totalmente universal ni gratuita, introducir el copago en la sanidad, como ya existe en casi todos los países europeos, tendría efectos beneficiosos sobre la demanda ya que sería al menos mínimamente regulada por el mecanismo de precios y no como ahora por las listas de espera o por la saturación del servicio, siendo lo de menos el efecto recaudatorio que tuviera.
Una política que tanto hace gala de sus convicciones liberales, y que en consecuencia es partidaria de reducciones impositivas, debería también entender que sin recortes del gasto las rebajas de impuestos son inútiles. Cuando las empresas y familias soportan menos carga impositiva, los recursos liberados se dirigen más a incrementar el ahorro que hacia el consumo o la inversión en las etapas depresivas. Pero si al mismo tiempo el Tesoro se ve obligado a emitir títulos con rentabilidades atrayentes, al ahorro será absorbido por el mercado de deuda pública. Así pues, las bajadas de impuestos sin reducciones paralelas del gasto público no inciden positivamente sobre el ahorro y no ayudan por tanto a salir de la crisis.
Es indudable que la derecha, además de desconfiar de los estímulos gubernamentales encaminados a reactivar la economía, es más consciente que la izquierda de la importancia que tiene mantener el equilibrio presupuestario y una presión fiscal reducida. Por eso suele ser más cuidadosa con el gasto público aunque es tan partidaria como la izquierda en dedicar ingentes partidas a la educación, la sanidad y las pensiones, los grandes pilares del Estado de Bienestar. Pero lo que más sorprende es que también la derecha supuestamente liberal sea la más firme defensora de ofrecer estos servicios sociales de forma gratuita y universal, algo que encierra en su propia naturaleza el cáncer de la insolvencia por generar demandas infinitas con ofertas limitadas.
No resulta tan extraño al comprobar que a lo largo del pasado siglo fue la derecha la que creó y luego abanderó –aunque la socialdemocracia concluyó el proceso- la monopolización por parte del Estado de unos servicios sociales que antes eran ofrecidos por instituciones privadas, religiosas muchas de ellas. En su libro La economía explicada a Zapatero y a sus sucesores, Pedro Schwartz busca los pensadores y políticos que más han contribuido en lo que él califica "la disolución de la tradición liberal clásica a manos de élites sentimentales". Cita Schwartz entre los protagonistas de este empeño al economista John Stuart Mill, al canciller alemán Otto von Bismarck, al presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt, al reformador social británico William Henry Beveridge, e incluso a John M. Keynes cuando su pensamiento "bipolar" le acercaba al liberalismo. Posiblemente habría que añadir al teórico de la justicia social John Rawls.
Todos ellos mantuvieron posturas contrarias al socialismo marxista y, desde posiciones conservadores, e incluso liberales en algunos aspectos, crearon las bases teóricas y políticas de lo que hoy se entiende como Estado de Bienestar y que, curiosamente, ha terminado siendo la principal seña de identidad de la izquierda, tanto la socialdemócrata como la comunista. Mill porque defendió la economía de mercado para la producción y el socialismo para la distribución; Bismarck porque fue el primero que instauró el sistema de seguridad social para los trabajadores industriales alemanes que luego se universalizó bajo el Tercer Reich; Roosevelt porque con su New Deal consiguió que en Estados Unidos se denomine "liberal" a lo en Europa se entiende como "socialista", Beveridge porque en su famoso informe defendió que el bienestar de la sociedad sea "responsabilidad del Estado", y Keynes porque siendo simpatizante en los años veinte del Partido Liberal comenzó a defender la posibilidad de reducir el desempleo gracias a un Estado benefactor que realice obras públicas. Por su parte, el filósofo norteamericano "liberal" Rawls defiende el papel social de los poderes públicos desde la ética al considerar injusto que no exista control individual frente a las desigualdades, siendo entonces el Estado de Bienestar el encargado de garantizar la equidad.
Todos ellos han contribuido a que nuestros políticos actuales, ya sean de izquierdas o de derechas, hayan asumido una ideología que considera "derechos" a lo que son meras "necesidades", y a complacer a sus electorados con servicios sociales cada vez más costosos sin aceptar el incómodo coste de elevar los impuestos para pagarlos. Como han demostrado James Buchanan y Richard Wagner en su obra Democracia en déficit, al romperse el nexo entre gasto público y tributación, la clase política ha descubierto que endeudándose consigue transferir la carga a generaciones futuras sin poner en peligro su poder. Y a los ciudadanos-contribuyentes sólo les queda la posibilidad de elegir entre unos políticos y otros igualmente manirrotos.