La economía clásica popularizó la errónea idea de que bajo el capitalismo los trabajadores se encontraban sometidos a una "ley de hierro de los salarios": cuando los sueldos se incrementaban por encima del nivel de subsistencia, las familias comenzaban a tener hijos y la mayor oferta de mano de obra terminaba impulsando a la baja los salarios (y, viceversa, si éstos caían por debajo del nivel de subsistencia, la gente moría, lo que hacía que volvieran a elevarse).
Hoy, la interpretación popular de esta ley de hierro de los salarios pasa por atribuir a los empresarios un poder absoluto frente al trabajador. Si no hubiese leyes de salario mínimo, sindicatos, convenios colectivos e inspectores laborales, los sueldos caerían pronto al nivel de subsistencia y las condiciones de trabajo serían las propias de los cuentos dickensianos. Al fin y al cabo, el trabajador se encuentra en una posición de inferioridad respecto al empresario: a diferencia de éste, el obrero tiene que trabajar para comer y no puede mantenerse mucho tiempo en el paro, de modo que tendrá que aceptar a la desesperada cualquier cosa que se le ofrezca. Todos hemos experimentado alguna vez cómo apenas tenemos algo que oponer en una entrevista laboral: si somos muy exigentes, el de recursos humanos simplemente nos despachará y contratará a otro.
Bajo este prisma, los liberales que deseamos abolir todo el derecho laboral –por ser un derecho de excepción que sólo sirve para destruir riqueza y empleos– no somos más que los sicofantes de unos capitalistas que quieren reinstaurar su cruenta explotación decimonónica.
Pero, más allá de la caricaturización socialista, ¿somos así de desalmados? No exactamente. De entrada, los supuestos de que el trabajador carece de todo poder de negociación y de que el empresario es omnipotente no son del todo realistas, o al menos no son realistas para todo el mundo.
Por un lado, un trabajador puede buscar un empleo teniendo ya un empleo, por lo que sí sería capaz de rechazar una oferta laboral que no le agrade (no tiene que coger cualquier empleo basuriento). Asimismo, una persona puede disponer de ahorros (personales o familiares) de los que ir tirando hasta que encuentre un empleo que se adecúe a sus necesidades.
Por otro, un trabajador no es siempre perfectamente reemplazable por otro; hay empleados muy especializados que de hecho tienen un enorme poder de negociación frente a los empresarios. El caso paradigmático probablemente sea el de los futbolistas de Primera División y el de otros deportistas famosos, pero existe un amplio abanico de casos reales: directivos, inversores muy cualificados, profesores universitarios, ingenieros informáticos de renombre, periodistas famosos... En todos estos ejemplos, la negociación laboral se desarrolla en pie de igualdad o, incluso, en pie de desigualdad a favor del trabajador. Obviamente, no todos los trabajadores se encuadran en estas categorías, pero tampoco todos se encuadran en el otro extremo donde se carece de cualquier poder de negociación. La mayoría de las personas se hallan en un punto intermedio: cuanto más valor añadido generen dentro de la empresa y menos sustituibles sean, mayor será su poder de negociación.
Y, por último, tampoco es del todo cierto que un empresario pueda mantenerse sin contratar a nadie durante mucho tiempo. Una vez se ha constituido la empresa, el empresario comienza a perder dinero si ésta no está en funcionamiento: como poco, soportará algunos costes operativos (electricidad, alquiler, internet...) y los financieros (el tipo de interés de los préstamos que haya solicitado para crear la empresa, o las remuneraciones que le exigirán sus accionistas). Por no hablar de que si la compañía ya está en marcha, las bajas de ciertos trabajadores pueden interrumpir su funcionamiento y ocasionarle quebrantos extraordinarios (por eso las huelgas son tan dañinas).
Pero, pese a las objeciones anteriores, sí es cierto que, en general, el empresario tiene más poder de negociación en la relación laboral que el trabajador sin demasiada cualificación. Y es así por motivos parecidos a por los que el consumidor tiene una ventaja negociadora frente al productor: porque quien tiene el dinero (empresario contratante o consumidor) puede atesorarlo y esperar a que la otra parte (trabajador o productor) ceda y mejore las condiciones de la transacción. Desde luego que existen contrapesos como los que acabamos de describir, pero la tendencia general es ésa. Ahora bien, ¿significa ello que el trabajador está desamparado frente al empresario y que sus salarios tenderán a reducirse al nivel de subsistencia?
No y por motivos similares a los que impiden que los consumidores fuercen que el precio de un Ipad se reduzca hasta su coste de producción. Me explico. Imaginemos que el coste medio de fabricar un Ipad es de 100 dólares; si ese fuera el precio de salida, la demanda sería astronómica: los consumidores se pegarían por hacerse con uno de estos aparatos. Apple sólo podría mantener el precio a 100 dólares si incrementara lo suficiente la producción de Ipads para que al final todo el mundo tuviera uno y su utilidad marginal cayera hasta ser inferior a los 100 dólares que cuesta. Si por alguna razón Apple se niega a hacerlo (y con "alguna razón" quiero decir "maximizar sus beneficios"), la oferta de Ipads será relativamente rígida (en esencia, porque nadie más los produce), lo que llevará a que la competencia entre los consumidores eleve el precio de los Ipads muy por encima de sus costes. ¿Cuándo dejará de encarecerse el Ipad? Pues cuando su precio sea tan alto que empiecen a aparecer Ipads que no se vendan. ¿Y por qué habrá Ipads sin venderse? Porque a ese elevado precio no habrá suficientes consumidores que lo valoren más que el dinero que cuesta: es decir, su precio superará la utilidad marginal del cacharro.
Con el factor trabajo sucede algo parecido. La oferta de trabajo es inelástica y los empresarios son los "consumidores" que compiten por agenciarse a los escasos trabajadores.
Por un lado, la oferta de trabajo es bastante inelástica a corto y medio plazo –los individuos pueden trabajar más horas pero no puede "fabricarse" de inmediato un mayor número de trabajadores, sobre todo cuando ya se trata de trabajadores con una eleva formación– y a largo plazo la oferta responde a consideraciones distintas a su precio. Los clásicos estaban equivocados al pensar que si el salario crecía por encima del nivel de subsistencia las familias tendrían muchos más hijos. En Occidente ha sido más al revés: cuando esos salarios han superado definitivamente el nivel de subsistencia, la natalidad se ha desplomado. Digamos, por simplificar, que en la planificación familiar influyen muchísimos más factores que los salarios, lo que significa que la oferta de mano de obra a largo plazo también es casi del todo independiente del nivel de salarios.
Por otro, la enorme acumulación de capital que ha tenido lugar en las economías de mercado durante los últimos siglos ha permitido que la productividad de incluso el más inútil de los trabajadores sea muy alta. En la actualidad, la cantidad de productos que cada mes es capaz de fabricar de cualquier obrero (no digamos ya de los muy cualificados), gracias a la calidad de las herramientas que tiene a su disposición, es muy superior a lo que fabricaba, por ejemplo, en el s. XVIII y también muy superior a los niveles de subsistencia. Los empresarios capitalistas disponen de bienes de capital, pero carecen del factor trabajo, que han de alquilar e insertar dentro de sus planes de negocio para generar beneficios.
Los empresarios, por consiguiente, pujarán por una oferta más o menos rígida del factor trabajo y lo harán con la vista puesta en la productividad marginal de los obreros: como sucedía con el precio de los Ipads cuando los compradores querían adquirir un número limitado de unidades, el salario de los trabajadores tenderá a subir por encima del coste de subsistencia (al igual que los Ipads se encarecían por encima de su coste de producción). Y lo hará no porque individualmente cada empleador desee pagar salarios más altos, sino porque el resto estarán dispuestos a abonarlos con tal de hacerse con los trabajadores que necesitan.
¿Hasta cuándo subirán los salarios? Si los Ipads se encarecían hasta equipararse con la utilidad marginal que permitía que todos ellos se vendieran, el salario se encarecerá hasta equipararse con la productividad marginal que permitirá que todos los obreros que deseen ser contratados lo estén. No puede situarse por encima de este nivel, porque entonces habría personas desempleadas dispuestas a ser contratadas por un salario más bajo (otra cosa es que la ley les impida aceptar un salario más bajo, en cuyo caso habrá paro) y tampoco puede ser inferior, porque entonces habría empresarios dispuestos a contratar a los trabajadores pagando salarios más elevados. Por eso mismo, además, aunque los economistas clásicos hubiesen tenido razón en que unos salarios elevados promovían la natalidad, habrían estado equivocados en sus conclusiones: una mayor oferta laboral no tiene por qué rebajar los salarios si esos empleados incrementan directamente la productividad marginal (por ejemplo, si son muy cualificados, esto es, si incorporan mucho capital humano) o si lo hacen de manera indirecta, a saber, produciendo más bienes de capital.
Es importante fijarse en que la existencia de trabajadores parados no invalida la explicación de que los empresarios compiten por contratar a los trabajadores. Sin duda, si existe un abundante desempleo, la rivalidad tiende a desaparecer y el empresario podrá ofertar salarios más bajos. Pero, como decíamos, la existencia de paro significa justamente que los salarios se han situado por encima de la productividad marginal de los trabajadores y que, por tanto, tienen que reducirse. Que en un mercado libre los salarios se sitúen por encima de los de subsistencia no significa que puedan ubicarse por encima de la productividad marginal del trabajador: son cosas muy distintas. El problema, como sucedía en los albores de la Revolución Industrial, se da cuando la productividad es muy baja y, por tanto, los salarios también son muy bajos. Pero no es un problema de explotación, sino de pobreza general de la sociedad.
Este es el marco general dentro del que se determinan los salarios. Por supuesto, hemos de tener en cuenta que no todas las ofertas de trabajo son idénticas (como decíamos, los trabajadores de distinta cualificación no compiten directamente entre sí) y que existen problemas de información (no todos los empresarios están en contacto con todos los obreros y, de hecho, los procesos de selección pueden ser largos y cansinos) y costes ocultos que frenan la movilidad de los trabajadores (por ejemplo, la renuencia a cambiar de residencia). Habrá ocasiones, pues, donde un trabajador percibirá un salario superior al que cobraría si el empresario conociera y pudiese contratar a todos los candidatos idóneos para ese puesto y otras en las que percibirá un sueldo inferior al que obtendría si conociera y estuviera dispuesto a desplazarse a todos los puestos que encajan con su perfil. Pero, en todo caso, es falaz que el poder de negociación de los empresarios les permita rebajar los salarios hasta el nivel de subsistencia.
Luego, podremos encontrarnos con organizaciones de empresarios y de trabajadores –cartels– para tratar de controlar la fijación de los salarios. Sería el caso de las patronales y de los sindicatos. Ambas organizaciones, sin embargo, es improbable que tengan mucho éxito sin apoyo estatal. En el caso de los empresarios, porque si existe libertad de entrada para formar nuevas empresas (también para los trabajadores, que pueden hacerse autónomos), no sólo para el capital nacional, sino también para el extranjero, la patronal debería vincular no sólo a los empresarios existentes, sino a todos aquellos que pueden llegar a crear una empresa. ¿Acaso es posible crear un cartel empresarial por el que todos los empresarios existentes se comprometan a no competir por sus trabajadores y todos los restantes ciudadanos acepten no crear nuevas empresas (pues entonces deberían fichar a los trabajadores de otras empresas)? No, salvo que lo imponga la ley.
Lo mismo cabe decir de los sindicatos: la sindicación universal es harto complicada, sobre todo si existe la posibilidad de celebrar contratos Yellow Dog (contratos que remuneren la no sindicación). De todas formas, si los sindicatos lograran su objetivo de representar a todos los obreros, tampoco podrían fijar salarios sin graves consecuencias: si suben los salarios por encima de la productividad marginal que permite contratar a todos los trabajadores (aquel salario al que tiende el libre mercado), parte de esos trabajadores se volverían incontratables. Esto es, habría paro: unos cobrarían más a costa de que otros cobraran menos. Para incrementar los sueldos no necesitamos más sindicatos, sino unos trabajadores más productivos que sean demandados con más intensidad por los empresarios, esto es, necesitamos mayor acumulación del capital, desarrollo tecnológico y libertad en los mercados.
En definitiva, la falta de poder de negociación de un trabajador poco cualificado frente a un empresario no le condena ni mucho menos a cobrar un salario de subsistencia, ya que el empresario, en realidad, está compitiendo con el resto de capitalistas por contratarlo y es esa competencia la que impulsa al alza los salarios. De ahí que, aun cuando un obrero carezca de voz y de voto en una entrevista laboral, el salario (y el resto de condiciones laborales, que son pagos en especie) que ya de entrada le ofrezca el empleador será bastante cercano al que estarán dispuestos a ofrecerle otros empresarios, que a su vez no se irá mucho de su productividad marginal (en caso contrario, el resto de empresarios estarían dispuestos a ofrecerle un sueldo superior para "explotarlo" en sus fábricas). Quien realmente protege al trabajador es el libre mercado. No confundamos cobrar salarios de subsistencia con no cobrar aquello que nos gustaría percibir o que creemos que deberíamos facturar por nuestros excelentes e insustituibles servicios.
Puede dirigir sus preguntas a contacto@juanramonrallo.com