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Manuel Llamas

¿Cómo limitar el déficit?

Una buena receta sería, pues, la aplicada por Georgia. Sus políticos introdujeron un límite constitucional, bajo el nombre "Ley de Libertad", para prohibir que el gasto público supere, en ningún caso, el 30% del PIB.

Si algo ha demostrado fehacientemente la historia es la cuasi ilimitada capacidad del poder político para endeudar y arruinar a sus súbditos bajo el difuso argumento del "bien general" cuando, en realidad, el único interés en juego es el suyo propio. Así aconteció en la antigua Grecia, cuyos "ciudadanos" se entregaban por entero a la polis (vida pública) al tiempo que el 90% de la población era esclava; en los tiempos del Imperio Romano, en donde las eternas campañas bélicas y el crecimiento del Estado acabaron colapsando la incipiente civilización occidental; durante la Edad Media las monarquías fueron ganando cuotas de poder hasta la culminación del Absolutismo; el siglo XX nos deparó el horror del fascismo y el comunismo; y en la actualidad, tras dos Guerras Mundiales y una Guerra Fría de por medio, se estudia, una vez más, cómo limitar de forma efectiva los excesos del sobredimensionado Estado del Bienestar.

El control del poder político es, sin duda, una de las grandes cuestiones de las ciencias humanas y, por ello, se repite de forma recurrente en el tiempo bajo diversas formas e intensidad. La crisis de deuda pública ha vuelto a poner hoy sobre el tapete este particular debate. En esta ocasión, el problema consiste en cómo asegurar el equilibrio presupuestario para no incurrir en los mismos errores recién cometidos.

La receta propuesta por Bruselas, que no por Zapatero, consiste en reformar la Constitución para fijar un límite máximo de déficit y deuda. Y, sin embargo, se equivocan de plano. Se trata de una medida infructuosa, cuya buena voluntad es equiparable a su ineficiencia. Este tipo de límites constitucionales, simplemente, no sirven de nada. En primer lugar, porque su cumplimiento dependerá siempre en última instancia de la misma clase política que los ha instaurado. En segundo lugar, porque la clave del problema no radica tanto en el déficit como en el peso del gasto público. Y, en tercer lugar, dadas las premisas previas, porque la historia así lo demuestra.

La supervivencia del euro depende de una regla de oro denominada Pacto de Estabilidad y Crecimiento, que impone a los estados miembros un déficit máximo del 3% y una deuda límite del 60% del PIB. Pues bien, dicha norma –de cumplimiento obligado, en teoría– nunca se llegó a respetar: hasta 2010, en la UE se registraron 97 casos (país/año) de déficits por encima del 3%; apenas un tercio (29) coincidieron con una gran recesión, con lo que se podían justificar sobre la base del mismo Pacto; es decir, no había base alguna para justificar los 68 casos restantes y, sin embargo, nunca se impusieron las sanciones pertinentes; los estados reinterpretaron y redefinieron el Pacto, una y otra vez, para suavizar cada vez más sus condiciones... En definitiva, la restricción que se habían impuesto entre ellos nunca funcionó.

Algo similar acontece en EEUU. Washington introdujo por primera vez un techo de deuda pública en 1917. Desde entonces, este límite legal se ha aumentado de forma constante –casi 80 veces sólo desde 1960–. La última ampliación se produjo este mismo mes de agosto. La excepción se ha convertido en norma. "Tan seguro como que el Sol saldrá mañana es que subirá el techo de la deuda", reza un dicho estadounidense. Y ello, en base a diversas excusas: al principio, el argumento esgrimido era la guerra, pero desde hace décadas es el creciente gasto corriente para sostener su enorme Estado.

Un ejemplo más cercano es el de España, donde las cuentas públicas se regían por una Ley de Estabilidad Presupuestaria, aprobada por Aznar, que Zapatero se encargó de tumbar tras llegar al poder. Así pues, ¿han servido de algo todos estos límites? La respuesta es no.

De hecho, la reforma propuesta ahora por PP y PSOE amenaza con convertirse en una broma de mal gusto en caso de que prospere la "flexibilidad" que pretende imponer Rubalcaba. Y es que, si el límite no incluye cifras no hay límite y, por lo tanto, los políticos ni siquiera tendrán que molestarse en cambiar de nuevo la Constitución o aprobar una Ley Extraordinaria de Déficit para saltarse a la torera su compromiso. Visto lo visto, de poco o nada va a servir el laureado techo. Y ello, básicamente, porque la clave no es el déficit sino el gasto público.

El peso del Estado español ronda el 45% de la riqueza nacional. La única solución radica en reducir su tamaño para que los siempre indeseados, pero habituales, abusos tengan el menor impacto posible sobre la economía productiva. Una buena receta sería, pues, la aplicada por Georgia. Sus políticos introdujeron un límite constitucional, bajo el nombre "Ley de Libertad", para prohibir que el gasto público supere, en ningún caso, el 30% del PIB. Así, el Gobierno que quiera gastar más se verá obligado a subir impuestos, y para ello tendrá que convocar un referéndum para contar con el visto bueno de los contribuyentes. Esto, al menos, sí es una reforma en la buena dirección. Lo demás son meras promesas incumplidas o, dicho de forma más llana, simples milongas.

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