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Juan Ramón Rallo

El inamovible techo de deuda de Bernanke

Todas las flexibilizaciones cuantitativas de Bernanke están lastradas por el techo que supone la disponibilidad de materias primas.

Bernanke, como discípulo inconsciente de la teoría monetaria de Keynes, sigue a rajatabla aquella recomendación que lanzara el inglés en su Teoría General: que todo el mundo espere que los tipos de interés se mantendrán artificialmente bajos durante un muy prolongado período de tiempo para no desincentivar a los ahorradores a que inviertan su dinero. Al cabo, si se piensa que los tipos de interés van a subir a corto plazo, al público le saldrá más a cuenta guardar sus fondos debajo del colchón y esperar a la subida para invertir.

Claro que Keynes, a diferencia de Bernanke, sí era consciente de que el problema de las depresiones no tiene una fácil solución monetaria: se puede llevar al caballo al río pero no se le puede obligar a beber. Por mucho que abaratemos la oferta de crédito, si los agentes no lo demandan –si no están dispuestos a apalancarse más de lo que ya lo están–, no habrá un mayor volumen de inversión basado en el crédito. En general, antes de volver a endeudarse, incluso Keynes reconocía que era necesario que las expectativas de ganancia de los empresarios volvieran a incrementarse y, para ello, resultaba menester que se produjeran ciertos cambios en la estructura productiva.

Por supuesto, el inglés también pensaba ingenua o maliciosamente que el Estado podía volver prescindible ese reajuste privado tirando del gasto público –cavando agujeros y volviéndolos a llenar–, pero al menos reconocía las limitaciones inherentes a una política monetaria expansiva. Bernanke, en cambio, no. Fracasados los planes de estímulo, sólo queda dirigir nuestras plegarias al Quantitative Easing 3 (QE3), esa flexibilización aun mayor de la oferta de crédito.

Pero, ¿qué sentido tiene abaratar todavía más la oferta cuando la demanda es absolutamente inelástica con respecto al precio? El sector privado, hasta que no se reestructure y no incremente su solvencia, no va a volver a endeudarse; es más, con tal de mejorar su solvencia en gran medida tendrá que desendeudarse. Por consiguiente, ¿quién sacará partido de este crédito más asequible? Pues un sector público cuyo apetito por gastar y por incurrir en déficits no ha disminuido ni una micra durante la crisis, y una banca que continuará maquillando sus cuentas de resultados cosechando los créditos concedidos en el pasado y refinanciándose a tipos de interés extraordinariamente bajos (y todos los grupos de presión que sean receptores del gasto del Estado y de la refinanciación de los bancos).

Por consiguiente, ni esperemos más crédito para el sector privado ni menos crédito para el sector público. Bernanke intentará por todos sus medios que la tara del mórbido endeudamiento occidental no se corrija; mas hasta la fecha sus resultados han sido pírricos: la apoteosis de sus flexibilizaciones cuantitativas la vivimos a principios de este año, recién concluida la QE2. En aquel entonces, el precio de las materias primas rozó o rebasó máximos históricos, lo que contribuyó a estrangular el crecimiento de Occidente; todo muy parecido, por cierto, a la que sucedió desde agosto de 2007 y hasta mediados de 2008 (período en el que la Fed puso en marcha las más variadas ventanillas de financiación de la banca como la TAF, la PDCF o la TSLF).

¿Casualidad? No. Si incrementamos artificialmente el gasto en la economía (la demanda agregada) sin corregir la estructura productiva que es receptora de ese gasto (la oferta agregada), el resultado no es un incremento proporcional de todos los precios, sino un encarecimiento mucho mayor de aquellos bienes o factures con una oferta más deficiente e inelástica (los llamados "cuellos de botella").

Por ello es absurdo pretender salir de esta crisis tirando de gasto sin reajustar nuestras economías (producir más materias primas y menos productos dependientes del consumo a crédito): hay numerosos agentes económicos (entre ellos el Estado) que deben desaparecer o reestructurarse para que los factores productivos puedan dirigirse hacia sus ocupaciones más urgentes; de nada sirve estabilizar el PIB nominal o la masa monetaria (salvo como formas rudas y torpes de evitar una quiebra del sector bancario por colapso de la liquidez) si el problema no es de insuficiencia de gasto, sino de producción (faltan materias primas).

Todas las flexibilizaciones cuantitativas de Bernanke están lastradas por el techo que supone la disponibilidad de materias primas. Cuando se buscan reinflar las demandas actuales sin reajustar sus ofertas, las escaseces vuelven a aparecer allí donde nunca desaparecieron. Por eso hoy por hoy sólo podemos funcionar a medio gas y por eso tenemos que entender, de una vez por todas, que la solución sólo es una: reducir nuestro endeudamiento al tiempo que recolocamos nuestros factores productivos.

Todo lo demás, como hemos visto en los últimos tres años, no sirve. Con el intervencionismo agresivo que hemos padecido, sólo logramos perder el tiempo, dilapidar nuestro escaso capital y, por rocambolesco que parezca, seguir incrementando el endeudamiento total de nuestras economías hasta acercarnos, sí, al peligroso borde de la suspensión de pagos. 

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