Desde que comenzó la crisis hemos vivido una ficción. Los políticos se han tragado la mercancía averiada que les han vendido desde los medios de comunicación, aplaudidos por supuestos expertos en economía que habitan en las tertulias. Para salir de la crisis, según éstos, lo único que había que hacer era tomar dos medidas fundamentales. La primera de ellas era disparar el gasto público con dinero que previamente se pedía prestado en los mercados. La orden era "gastarlo en lo que sea". Así han surgido los disparatados "planes E" en España, o los "planes de estímulo" en Estados Unidos. Con esa receta, decían los expertos, se generaría de forma inmediata crecimiento y empleo, y más adelante ya nos ocuparíamos de la deuda. La segunda medida era inyectar dinero en la economía a través de los bancos centrales, de forma que se expanda el crédito y podamos vivir temporalmente del mismo. En estas dos tareas han estado ocupados la mayor parte de los gobiernos de Occidente durante los últimos años. Ahora, si esto funcionara, tendríamos que estar creciendo con fuerza y con pleno empleo. Pero no es así.
La realidad, caprichosa ella, no ha sido fiel a las fantasías de los políticos. Los Gobiernos se lanzaron a gastar a espuertas y a inyectar dinero. Era como una droga: fácil de tomar y muy estimulante. Además, es lo que hacía todo el mundo, así que debía ser bueno. Sin embargo, ha resultado ser una actividad tremendamente perjudicial para la salud económica y altamente adictiva. No se han medido los costes de tomar la droga keynesiana, y los Gobiernos se han atiborrado pensando únicamente en el corto plazo. Pero ahora llegan las consecuencias: una deuda que va a lastrar la actividad económica durante años y una inflación, en plena crisis, de casi el 4%. El paro está en máximos y el crecimiento económico brilla por su ausencia. Y, para colmo, se ha conseguido lo que era impensable: que buena parte de los países de Europa, e incluso Estados Unidos, estén al borde de la suspensión de pagos. Y de los beneficios prometidos, ni rastro.
La última semana podría parecer una durísima resaca. Pero realmente se parece más a una sobredosis. Mientras se sigue diciendo que hay que seguir inyectando dinero mediante la compra de deuda pública, y que el Estado debe seguir despilfarrando, se ha conseguido que ya sea imposible rescatar a los países que van directos a la quiebra sin machacar la economía. Es decir, que si el Banco Central Europeo compra deuda pública, se dispara la inflación y se vuelve a la recesión; y, si no, muchos Estados corren el riesgo de caer, arrastrando a todos los demás. Por ese motivo se dispara el coste de la deuda de los países peor gestionados, como España e Italia, y a la vez se desploman las bolsas, descontando un regreso a la recesión. Sólo existe una manera de superar esta sobredosis: con una terapia de shock. Es necesario reducir drásticamente el gasto público para ir devolviendo lo que hemos pedido prestado, y los bancos centrales deben dejar de inyectar dinero llenando sus balances de bonos basura. Es una terapia dura, sí. Pero para salir de esta situación lo primero que hay que hacer es reconocer que somos adictos a la droga. Si hacemos caso omiso a advertencias como la de esta semana y seguimos consumiéndola como si nada, las consecuencias serán aún peores.