Yo estuve allí. Viajé al epicentro de la histeria colectiva, al origen de los más oscuros y profundos temores del ser humano. Temores inducidos, inoculados en el subconsciente común a base de la explotación del pathos por parte de aquellos que carecen de algún atisbo de ethos y hace mucho tiempo que renunciaron al logos. Un topónimo, un lugar, una palabra forjada a fuego en el averno de la consciencia, un punto en un mapa, unas coordenadas en las que se escribió parte de la Historia. Aquella parte que simboliza la vergüenza del ser humano, el desprecio por el prójimo, el totalitarismo de un régimen en decadencia, la barbarie contra los suyos. Yo estuve allí, yo estuve en Chernobyl.
Sin embargo, estuve donde pocos han estado, en el corazón mismo de la central nuclear. Caminé por los mismos pasillos por los que, aquella noche, corrieron decenas de técnicos, ingenieros y militares... sobre todo militares. Me senté en la sala de control del reactor, donde la tragedia se persiguió hasta encontrártela de cara, hablé con trabajadores que aquella noche estaban allí y que seguían allí, en la misma central, más de 20 años después. Sobre sus hombros la carga injusta de un pasado que no buscaron, forjado en la pirámide del Partido a base de teléfonos rojos y Kalashnikov en la sien. Algunos se suicidaron después, no aguantaron ese peso, la Madre Patria era implacable.
Hay un museo en Kiev. Sobrio como la Unión Soviética, imprescindible para entender la magnitud de lo ocurrido. Sala tras sala se te psicoanaliza el alma y vislumbras, en apenas unos metros, la más elevada grandeza del hombre y lo más mezquino de su existencia. Una placa, negra y sencilla reza lo siguiente: "Nosotros, los bomberos de Schenectady, New York, USA, elogiamos el valor y coraje de nuestros hermanos en Chernobyl y lloramos sus muertes. Hasta siempre bravos camaradas". Conmueven tanto sus palabras como el hecho de que fue enviada en plena Guerra Fría.
En ese museo pueden verse muchas cosas, pero intuirse muchas más. El reloj de pared que estaba en la sala de control del reactor número 4 permanece parado exactamente a la 1:26 de la madrugada, la hora a la que el mundo cambió de rumbo. Las medallas de honor de los 29 caídos por síndrome de radiación aguda pocas horas después del desastre también están allí, donadas por sus familiares. Muchos de ellos fueron porque el Partido les había prometido comprarles un coche... a cambio les dieron el más alto honor que la URSS podía dar: fueron declarados Héroes de la Unión Soviética. Ya decía Baudelaire que consentir que el Estado nos condecore es reconocerle el derecho a juzgarnos. Aún hoy, 25 años después, los familiares de aquellos héroes siguen reclamando indemnizaciones.
Al lado de la central había una ciudad, Prypiat. Una ciudad nueva llena de gente joven y niños, mucho niños. Una ciudad que el Partido decidió no evacuar a sabiendas de que estaban recibiendo dosis altísimas de radiación, unos habitantes a los que se les ocultó el accidente durante días. Un accidente que fue conocido por Occidente porque la radiación se detectó en Suecia y aun así, el Partido y Gorbachov negaban que hubiera sucedido algo. El mismo Partido que rechazó que EEUU le donara miles de pastillas de yodo para la población simplemente por eso, porque venían de EEUU. El mismo Partido responsable de cientos de tumores de tiroides en niños por no admitir la verdad y no prohibir que se consumiera leche en las primeras semanas. Por eso Fukushima no es como Chernobyl, porque Chernobyl no se compara con nada.
En el museo de Kiev hay una foto, tal vez la más mezquina y frívola de todas las que he visto en mi vida sobre Chernobyl (y he visto muchas). En ella aparece la cúpula del Partido el primero de Mayo en Moscú, cinco días después del accidente. Sonrientes, puño en alto, se les ve felices, encantados de haberse conocido, de ser la punta de la pirámide, lo más alto del escalafón, como si nada pasara, como si nada hubiera pasado, como si los suyos no estuvieran muriendo en ese mismo instante tratando de enterrar sus vergüenzas en forma de grafito y plutonio. Sonríen felices, aclamados por el homogéneo proletariado, todos iguales, pero unos más iguales que otros. Lo mismo que en Japón, dicen...